Nos quedamos callados y contemplamos las rosas silvestres que crecían en el emparrado. Una abeja que recogía polen hizo que el cáliz se balanceara arriba y abajo.

– Aliénor no debe saber nada de esto por el momento -dije por fin-. Haz que a Jacques le quede bien claro que no puede ir por ahí presumiendo de su prometida. Si dice una palabra se rompe el compromiso.

Georges asintió con la cabeza.

Quizá era una crueldad por mi parte. Quizá había que decírselo ya a Aliénor. Pero no soportaba la idea de vivir con su rostro entristecido durante año y medio mientras esperaba lo que más temía. Mejor para todos que sólo lo supiera cuando llegase el momento.

Regresamos atravesando el huerto de Aliénor, que resplandecía con flores, guisantales, cuidadas hileras de lechugas, plantas bien recortadas de tomillo, romero y espliego, menta y melisa. ¿Quién cuidará de esto cuando se haya ido?, pensé.

– Philippe, deja de pintar ahora: te necesito para dibujar en la urdimbre una vez que hayamos colocado el cartón debajo -dijo Georges, adelantándome. Se acercó a El Oído-. Tiens, ayúdame a llevar esto dentro, si está seco. ¡Georges, Luc! -llamó. Parecía severo y enérgico: su manera de poner punto final a nuestra conversación.

Philippe dejó caer el pincel en un recipiente con agua. Los otros muchachos se apresuraron a salir del taller. Georges le Jeune se subió a una escalera para retirar el cartón de la pared. Luego, una persona en cada esquina, lo llevaron hasta el telar.

Al desaparecer el cartón, el huerto pareció repentinamente vacío. Me quedé a solas con Nicolas, que pintaba las manos de la dama, que sostenían un clavel. También él tenía uno en la mano. En lugar de volverse, siguió dándome la espalda, algo impropio de Nicolas: de ordinario no pierde ocasión de hablar a solas con una mujer, aunque sea madura y esté casada.

Mantenía muy erguidas y tiesas espalda y cabeza y, al cabo de un momento, comprendí que estaba indignado. Me fijé en el clavel blanco que sostenía. Aliénor los cultivaba cerca de las rosas. Nicolas debía de haberse acercado a cortarlo mientras Georges y yo hablábamos en el rincón más alejado del huerto.

– No penséis mal de nosotros -le dije en voz baja a su espalda-. Será lo mejor para ella.

En lugar de responder de inmediato, llevó el pincel a la tela. Pero no pintó, sino que mantuvo la mano suspendida en el aire.

– Bruselas está empezando a aburrirme -dijo-. Sus costumbres son demasiado zafias para mí. Me alegraré de marcharme. Cuanto antes, mejor -miró el clavel, lo tiró al suelo y lo aplastó con el talón.

Aquel día pintó hasta muy tarde. En las noches de verano la luz se prolonga casi hasta completas.

3. París y Chelles

Pascua de Resurrección de 1491

Nicolas des Innocents

No esperaba volver a ver ni los tapices ni los dibujos. Cuando pinto una miniatura o un escudo, o diseño vidrieras, sólo los veo mientras trabajo en ellos. Lo que sucede después no me atañe. Como tampoco vuelvo con el pensamiento, sino que paso a pintar otra miniatura, o la portezuela de otra carroza, o una Virgen con el Niño para una capilla, o un escudo de armas. Lo mismo me sucede con las mujeres: monto a una y lo disfruto, luego encuentro a otra y hago lo mismo. No vuelvo la vista atrás.

No; no es del todo cierto. Hay una que recuerdo, una en la que pienso todo el tiempo, aunque no haya llegado a tenerla.

Los tapices de Bruselas me acompañaron durante mucho tiempo. Me acordaba de ellos a ratos perdidos: al ver un ramillete de violetas en un puesto del mercado de la rue Saint-Denis, al oler una tarta de ciruelas a través de una ventana abierta, al oír cantar vísperas a los monjes de Notre Dame, o al mascar el clavo que sazonaba un guiso. En una ocasión, cuando estaba con una mujer, me pregunté de repente si el león de El Tacto se parecía demasiado a un perro, y mi verga se marchitó bajo los dedos de la moza como una lechuga mustia.

Aunque la mayoría de los trabajos los olvido enseguida, recordaba en cambio muchos detalles de los cartones: las largas mangas color naranja de la criada en El Oído, el mono que tira de la cadena que lleva al cuello en El Tacto, la ondulación del pañuelo de la dama, agitado por el viento en El Gusto, la oscuridad en el espejo detrás del reflejo del unicornio en La Vista.

Había demostrado algo con aquellos dibujos. Léon le Vieux me trataba con más respeto, casi como si fuésemos iguales, sin marcar tanto las diferencias entre un comerciante acomodado y un pintor de tres al cuarto. Aunque todavía pintaba miniaturas, empezó a conseguirme encargos para tapices de otras familias nobles. Astutamente se reservó las pinturas que había hecho de las seis damas, excusándose ante Jean le Viste por no devolvérselas, aunque eran propiedad de monseigneur. Se las mostró a otros nobles, que hablaron de ellas con otros, y de las conversaciones nacieron peticiones para más tapices. Diseñé algunos más con unicornios: a veces solos en los bosques, otras cuando los cazaban, en ocasiones con una dama, aunque siempre cuidaba que fueran diferentes de las damas de Le Viste. Léon estaba encantado.

– Fíjate en lo entusiasmada que está la gente, y ha bastado con los dibujos pequeños -decía-. Espera a que contemplen los tapices colgados en la Grande Salle de Jean le Viste: tendrás trabajo para el resto de tus días.

Y dinero para el bolsillo de Léon, podría haber añadido. De todos modos estaba contento: si las cosas seguían así, no tendría que pintar más escudos ni portezuelas de carruajes.

Un día fui a casa de Léon a hablar de un nuevo encargo de tapices: no de unicornios, sino de halconeros en plena cacería. Léon ha sacado partido de sus encargos. Tiene una buena casa junto a la rue des Rosiers, con una habitación reservada exclusivamente para los negocios. Repartidos por toda ella hay hermosos objetos de tierras lejanas: bandejas de plata con extrañas letras grabadas, cajas de filigrana para especias procedentes de Levante, gruesas alfombras persas, arcones de madera de teca con incrustaciones de madreperla. Al mirar a mi alrededor, comparé todo aquello con mi sencilla habitación encima de Le Coq d'Or y fruncí el ceño. Probablemente Léon ha estado en Venecia. Probablemente ha estado en todas partes. Algún día, antes de que pase mucho tiempo, también habré ganado lo suficiente para poseer cosas igual de hermosas.

Mientras hablábamos sobre el encargo esbocé las alas y la cola de un halcón. Luego abandoné el carboncillo y me recosté en el asiento.

– Quizá me marche con el buen tiempo, una vez que haya terminado este dibujo. Estoy cansado de París.

Léon le Vieux también se recostó en el asiento.

– ¿Dónde?

– No lo sé. Una peregrinación, quizá.

León alzó los ojos al cielo. Sabe que no voy mucho a la iglesia.

– Hablo en serio -insistí-. Al sur, a Toulouse. Quizá haga, incluso, todo el camino hasta Santiago de Compostela.

– ¿Qué esperas encontrar cuando llegues allí?

Me encogí de hombros.

– Lo que se encuentra siempre en una peregrinación -no le dije que no había hecho ninguna-. Pero eso es algo sobre lo que no sabéis mucho los de vuestra clase -añadí, para tomarle el pelo.

Léon no se molestó en responder a aquella pulla.

– Una peregrinación es un viaje largo para una recompensa posiblemente pequeña. ¿Has pensado en eso? Considera todo el trabajo al que vas a renunciar para ir y ver…, bueno, muy poco. Una insignificante parte del todo.

– No os entiendo.

– Esas reliquias que vas a ver. ¿No atesora Toulouse una astilla de la cruz de Nuestro Salvador? ¿Qué cantidad de cruz se ve en un trocito de madera? Quizá lo veas y te lleves una desilusión.

– No me llevaré una desilusión -insistí-. Me sorprende que no hayáis hecho ninguna peregrinación, siendo como sois un buen cristiano -extendí el brazo y cogí una de las cajas de plata para especias. La filigrana estaba inteligentemente trabajada para crear una puerta con goznes y una cerradura-. ¿De dónde procede esto?

– De Jerusalén.

Alcé las cejas.

– Quizá debiera ir allí.

Léon rió a carcajadas.

– Eso me gustaría verlo, Nicolas des Innocents. Tiens, hablas de viajar. Los caminos entre París y Bruselas ya están expeditos y me han llegado noticias sobre tus tapices gracias a un mercader que conozco. Pasó por el taller de Georges a petición mía.

Léon y yo llevábamos meses sin hablar de los tapices. A comienzos de Adviento los caminos estaban demasiado mal para hacer sin problemas el viaje de París a Bruselas. Léon no sabía nada de Georges y su taller, y yo había renunciado a preguntarle. Dejé la caja para especias.

– ¿Qué ha contado?

– Terminaron los dos primeros después de Navidad y empezaron los dos siguientes para Epifanía: los dos más largos. Pero van con retraso. Han tenido enfermos en la casa.

– ¿Quiénes?

– Georges le Jeune y uno de los tejedores de fuera que han contratado. Ya están mejor, pero se perdió tiempo.

Me tranquilicé al oír que no se trataba de Aliénor, y mi reacción me sorprendió. Empuñé el carboncillo y dibujé la cabeza y el pico del halcón.

– ¿Qué le parecieron los tapices?

– Georges le mostró los dos primeros: El Oído y El Olfato. Mi conocido dijo que eran muy hermosos.

Añadí un ojo a la cabeza del halcón.

– ¿Y los dos que hacen ahora? ¿Hasta dónde han llegado?

– Estaban tejiendo el perro sentado en la cola del vestido de la dama en El Gusto. Y en Á Mon Seul Désir han llegado a la criada. Por supuesto, sólo se ve una estrecha tira del trabajo que están haciendo -sonrió-. Una mínima parte del conjunto.

Traté de recordar los detalles de los cartones. Durante mucho tiempo me los sabía tan bien que podía dibujarlos con los ojos cerrados. Me sorprendió haberme olvidado del perro sentado en el vestido de la dama.