– ¿Qué se hace cuando se termina esta tarea tan tediosa? -preguntó.

– Enhebramos los lizos para hacer la calada -dije.

Nicolas puso cara de no entender.

– Los lizos sirven para separar los hilos de manera que se pueda pasar la trama por ellos -le expliqué-. Se aprieta un pedal y la urdimbre se separa en dos. El espacio entre esos dos grupos de hilos es la calada.

– ¿Dónde se pone el tapiz mientras se está tejiendo?

– Se enrolla en ese plegador delante de nosotros.

Nicolas pensó durante un momento.

– Pero en ese caso no lo veis.

– No. Sólo la tira en la que se está trabajando, que, a continuación, se enrolla. No vemos el tapiz entero hasta que terminamos.

– Eso es imposible. ¡Sería como pintar a ciegas! -hizo un gesto de contrariedad mientras lo decía y miró a Aliénor, que siguió comprobando la tensión de los hilos como si no le hubiera oído.

Pero Nicolas siguió haciendo preguntas.

– ¿Dónde se pone el cartón?

– Sobre una mesa que colocamos debajo de la urdimbre, de manera que podamos mirarlo mientras tejemos. Philippe trazará además el dibujo en los hilos de la urdimbre.

– ¿Para qué sirve eso? -señaló la devanadera situada en un rincón.

– Señor, ¿no parará nunca de hablar? -Georges le Jeune expresó lo que todos pensábamos. Nuestro taller es un sitio tranquilo, aunque es cierto que hay otros en los que se habla alto y hay más bullicio. Cuando Georges trae a otros tejedores para que ayuden (como sucederá con estos tapices) siempre elige a los más callados. En una ocasión contrató a uno que hablaba todo el día, y hubo que despedirlo. Nicolas tampoco para: cotilleos de París, en su mayor parte, tonterías todo ello. Hace tantas preguntas que me dan ganas de abofetearlo. Menos mal que casi siempre trabaja en el jardín, de lo contrario Georges acabaría gritando. Es un hombre afable, pero no soporta las conversaciones insustanciales.

Nicolas abrió la boca para hacer otra pregunta, pero Aliénor tiró en aquel momento de algunos hilos y tuvo que tensar la mano izquierda.

– Menos hablar y más pensar en tu trabajo -dijo Georges-. De lo contrario estaremos aquí hasta que anochezca.

No tardamos tanto, de todos modos. Concluimos y pude ocuparme de la cena.

– Viens, Aliénor -dije-. Ayúdame a elegir la empanada que mejor huela.

A mi hija le encanta ir a casa de la panadera.

– Por favor, madame, iré a buscársela si me da un trozo -dijo Madeleine.

– Tendrás que cenar lentejas agarradas, hija mía. Trae a los hombres de beber cuando acabes aquí y luego dedícate a frotar la olla.

Madeleine suspiró, pese al guiño que le hizo Nicolas. Georges le Jeune volvió a fruncir el ceño. Cuando Nicolas dio un paso atrás y alzó las manos como para mostrar que no la había tocado, tuve de pronto dudas sobre mi hijo y Madeleine. Quizá Nicolas habla visto algo que a mí se me había escapado.

Revisé el aspecto de Aliénor mientras salíamos. Lo cuida, pero a veces tiene hollín en la mejilla y no se da cuenta, o, como sucedía ahora, ramitas de cerezo en el pelo. Es bastante guapa, con largos cabellos dorados como los míos, nariz recta y cara redonda. Son sus grandes ojos vacíos y la manera de torcer la boca cuando sonríe lo que hace que la gente la mire con pena.

Cuando echamos a andar por la rue Haute, Aliénor me agarró por la manga, un poco más arriba del codo. Camina con brío y quienes no la conocen no se imaginan lo que le pasa, como le ha sucedido a Nicolas. Conoce tan bien el camino que, en realidad, no me necesita para guiarla, si no fuera por las boñigas que podría pisar, el contenido de algún orinal que le podría caer encima, o los caballos que a veces se desbocan. Aparte de eso va por las calles como guiada por los ángeles. Si ya ha estado antes en un sitio, es capaz de encontrarlo. Aunque ha tratado de explicarme cómo lo hace -el eco de sus pisadas, el número de pasos, la sensación de las paredes a su alrededor, los olores que le dicen dónde está-, la seguridad con que camina sigue siendo un milagro para mí. De todos modos prefiere ir acompañada; se siente mejor cogida de mi brazo.

Una vez, un día de mercado en otoño, cuando era niña, la dejé sola en la place de la Chapelle, que estaba llena de personas y mercancías: manzanas y peras, zanahorias y calabazas, pan, empanadas y miel, pollos, conejos, gansos, cuero, guadañas, telas, cestos. Me encontré con una buena amiga que había guardado cama muchas semanas por culpa de unas fiebres, y empezamos a pasear y a cotillear para ponernos al día. Sólo me di cuenta de que Aliénor había desaparecido cuando aquella amiga me preguntó por ella, y entonces comprobé que no sentía sus dedos en la manga. Buscamos por todas partes y por fin la encontramos en medio del bullicio, llenos de lágrimas los ojos muertos, entre gemidos y retorcimiento de manos. Se había parado a acariciar una piel de cordero y se soltó de mi manga. Es raro que, como en aquel caso, la ceguera pueda más que ella.

Ya empezaban a olerse las empanadas de la panadera. Les añade bayas de enebro y adorna la corteza con el rostro risueño de un bufón. Eso siempre me hace sonreír.

Aliénor no sonreía, en cambio: arrugaba la nariz, el rostro deformado por el sufrimiento y la repulsión.

– ¿Qué te pasa? -exclamé.

– Por favor, mamá, ¿podemos ir a la iglesia de Sablon, sólo un momento?

Sin esperar respuesta, me empujó hacia la rue des Chandeliers. Incluso angustiada, había contado los pasos y sabía dónde estaba.

Me detuve.

– La panadera dejará pronto de vender; no queremos llegar tarde.

– Por favor, mamá -Aliénor siguió tirándome del brazo.

Olí entonces lo que mi hija ya había advertido a pesar de la carne y el enebro. Jacques le Boeuf. De repente aquel hedor repugnante estaba en todas partes.

– Ven -ahora era yo la que tiraba de ella. Llegamos a la rue des Samaritaines y nos disponíamos a entrar por ella cuando oí el grito de Jacques:

– ¡Christine!

– Corre -susurré, mientras le rodeaba los hombros con el brazo. Tropezamos con los adoquines desiguales, y nos golpeamos con paredes y transeúntes-. Por aquí -la empujé hacia la izquierda-. La iglesia de Sablon está demasiado lejos: entremos mejor en la Chapelle. No creo que se le ocurra mirar.

La hice atravesar rápidamente la plaza, donde los dueños de los puestos recogían ya para volverse a casa. Llegamos a la iglesia y entramos. Llevé a Aliénor a la capilla de Nuestra Señora de la Soledad, no lejos de la puerta, e hice que se arrodillara detrás de una columna que la ocultaría a los ojos de Jacques le Boeuf si es que aparecía. Me arrodillé, recité una plegaria y luego me senté sobre los talones. No dijimos nada durante un rato y nos limitamos a recobrar el aliento. Si no hubiera sido porque era de Jacques de quien escapábamos, podría haberme reído entonces, porque las dos debíamos de tener un aspecto muy cómico. Pero no lo hice: el rostro de Aliénor reflejaba una intensa angustia.

Miré a mi alrededor. La iglesia estaba vacía. Terminado el rezo de sexta, los fieles se habían marchado. Me gusta bastante la Chapelle -es grande y luminosa gracias a sus muchas ventanas y la tenemos muy cerca-, pero prefiero la iglesia de Sablon. Crecí a un tiro de piedra de sus muros, y ha prestado muchos servicios a los tejedores de esta zona. Es pequeña y está construida con más cuidado, con mejores vidrieras, con animales de piedra y personas que miran hacia abajo desde los muros exteriores. Esas cosas no significan nada para Aliénor, como es lógico; los mejores detalles de una iglesia carecen de sentido para ella.

– Mamá -susurró-, por favor, no hagáis que me case con él. Preferiría entrar en un convento a vivir con ese olor.

El olor -de los orines de oveja fermentados con los que se empapa el glasto para fijar el color- es lo que ha obligado a esos tintoreros a casarse con sus primas durante muchas generaciones. En Aliénor, Jacques le Boeuf debe de ver sangre nueva además de una dote y un vínculo con el taller de un buen lissier.

– ¿Cómo podría vivir con ese hedor sólo para producir un color que ni siquiera veo? -añadió.

– Trabajas en tapices que tampoco ves.

– Sí, pero no huelen mal. Y los toco. Siento su historia entera con los dedos.

Suspiré.

– Todos los hombres tienen defectos, pero eso no es nada comparado con lo que recibes de ellos: comida y ropa, una casa, un medio de vida, una cama. Jacques le Boeuf te dará todas esas cosas y deberías agradecer a Dios tenerlas -había más convicción en mi voz que en mis sentimientos.

– Y las agradezco, pero ¿por qué no podría casarme con un hombre más de mi agrado, como otras mujeres? Nadie quiere a ese animal maloliente. ¿Por qué he de aceptarlo yo? Aliénor se estremeció, su cuerpo atravesado por la repugnancia que sentía. Iba a ser desgraciada en la cama con Jacques le Boeuf, no era difícil preverlo. Y me costaba trabajo imaginar las manos teñidas de azul del tintorero en el cuerpo de mi hija sin estremecerme también yo.

– Es una boda de conveniencia -dije-. Si te casas con Jacques ayudarás a su negocio de glasto y al taller de tu padre. Tu marido tendrá siempre encargos de Georges y tu padre conseguirá el azul más barato. ¿Sabes? Tu padre y yo nos casamos para que los talleres de nuestros padres pudieran unirse. Mi padre no tenla hijo varón, y eligió a Georges como heredero haciendo que se casara conmigo. Eso no ha impedido que nuestro matrimonio funcione bien.

– La mía no es una boda de conveniencia -dijo Aliénor-. Sabes que no, mamá. Podríais haberme casado con cualquier otro comerciante: uno de los mercaderes de la lana, o de la seda, u otro tejedor, o incluso un artista. Me queréis emparejar, sin embargo, con un hombre que tiene tantas faltas como para pasar por alto las mías.

– Eso no es verdad -dije, aunque sí lo era-. Cualquiera puede ver lo útil que nos resultas; cómo la ceguera no te impide llevar una casa y ayudar en el taller y cultivar tu huerto.