Georges, en lugar de alardear de nuestra riqueza, la utiliza para comprar diseños de tapices: posee más que la mayoría de los lissiers de esta ciudad. Y disponemos de dos buenos telares horizontales, mientras que otros talleres parecidos al nuestro no suelen tener más que uno. Mi marido paga generosamente para que se digan misas por nuestra familia y contribuye a los gastos para construir Notre Dame du Sablon.
Sólo de cuando en cuando he deseado que mi vestido fuera azul en lugar de marrón, y con un poco de seda en lugar de sólo lana. Me gustaría tener pieles para calentarme, tiempo que dedicar a peinarme y una dama de honor que lo hiciera como debe hacerse. Madeleine lo intentó una vez, pero parecía un nido de pájaros. Me gustaría que mis manos fuesen tan suaves como los pétalos de rosas en los que esas damas de los tapices ponen las suyas en remojo. Aliénor me ha hecho un ungüento con pétalos, pero manejo demasiada lana áspera para que se noten los resultados.
Me gustaría tener siempre un fuego junto al que sentarme, y más comida de la que necesito.
Pero sólo algunas veces pienso en esas cosas. Había estado tan ocupada enhebrando lizos en el taller con los demás, que me resultó muy agradable quedarme en el huerto un rato viendo lo que han pintado Nicolas des Innocents y Philippe. Hasta el momento el único cartón que habían ampliado era El Oído, y estaba clavado en la pared del huerto, donde los dos trabajan. Philippe ha hecho todos los dibujos, dado que Nicolas no entendía que tejemos de atrás adelante y necesitamos cartones que sean imágenes especulares de los tapices finales. Requiere un talento especial partir de un dibujo pequeño y ampliarlo y luego tejerlo de izquierda a derecha en lugar de derecha a izquierda. Todos nos hemos reído de la expresión en la cara de Nicolas al ver El Oído dibujado al revés. Pero ha llegado a acostumbrarse y ha conseguido pintarlo bien. Aunque presumido, es un artista excelente y aprende deprisa.
Aliénor y Nicolas estaban en el huerto cuando salí: él pintaba, ella, subida a una escalera, podaba los cerezos. Philippe había ido a casa de su padre a por más pinturas. Aunque se hallaban en extremos opuestos del huerto y pendientes de su trabajo, no me gustó verlos solos. No era mucho lo que podía hacer de todos modos: estoy demasiado ocupada para dedicarme a vigilar a mi hija. Es una chica sensata, aunque me he dado cuenta de que cambia cuando Nicolas entra en la habitación.
Nicolas trabajaba ya en el cartón siguiente y pintaba en un gran trozo de tela donde ya existía un esbozo a carboncillo. Se trataba de El Olfato, en el que la dama confecciona una corona nupcial con claveles, la flor de los esponsales. Esta dama debe de estar segura de que capturará al unicornio puesto que prepara ya su corona. Nicolas le pintaba el rostro, pero no había empezado aún con el vestido, que era lo que yo tenía más ganas de ver.
Al advertir mi presencia dejó de pintar y vino a colocarse a mi lado, delante de El Oído.
– ¿Qué os parece, madame? No habéis dicho nada. Muy bonito, n 'est-ce pas?
– Nunca esperáis a que os hagan un cumplido, ¿verdad que no? Disfrutáis igual si os los hacéis vos.
– ¿Os gusta su vestido?
Me encogí de hombros.
– El vestido está bien, pero todavía me parecen mejor las millefleurs. Philippe ha hecho ahí un trabajo espléndido y también con los animales entre la hierba.
– El unicornio y el león los he hecho yo. ¿Qué os parecen?
– El unicornio está demasiado gordo, y no es tan vigoroso como esperaba.
Nicolas frunció el ceño.
– Ya no hay tiempo para cambiarlo -añadí-. Servirá. El león, por lo menos, tiene mucha personalidad. ¿Sabéis? Con esos ojos redondos y esa boca tan ancha tiene cierto parecido con Philippe.
Aliénor dejó escapar una risita desde lo alto del cerezo.
Me coloqué delante de El Olfato.
– ¿Cómo será el vestido de la dama en este tapiz? ¿Y el de la criada?
Nicolas sonrió.
– Lleva el brocado granate bajo un vestido azul, con la túnica exterior levantada y sujeta a la cintura, lo que permite ver el forro rojo. El vestido de la criada es un reflejo del de su señora: túnica exterior azul, interior roja, pero la tela es un muaré más sencillo.
Resultaba tan pagado de sí mismo mientras hablaba que tuve que poner una objeción:
– Una criada no debería llevar dos collares -dije-. Uno bastaría, y con una cadena más sencilla.
Me hizo una reverencia.
– ¿Algo más, madame?
– No seáis impertinente -bajé la voz-. Y manteneos lejos de mi hija.
Aliénor dejó de agitar rítmicamente las ramas del cerezo.
– ¡Mamá! -gritó.
Siempre me sorprende que tenga un oído tan fino. Antes de que nadie pudiera decir nada más, Georges nos llamó a todos al taller para colocar la urdimbre en el telar. Ya habíamos empezado a prepararlo para tejer, con los hilos de la urdimbre en un guiahilos y sujetos al plegador en un extremo del telar. Ahora llegaba el momento de enrollar la urdimbre en el plegador trasero antes de sujetarla al delantero para disponer de una superficie en la que tejer. Los hilos de la urdimbre son más gruesos que la trama y están hechos además de una lana más áspera. Para mí son como esposas. Su trabajo no es llamativo: todo lo que se ve es la protuberancia que hacen bajo los hilos de la trama, llenos de color. Pero si no estuvieran allí, no habría tapiz. Georges se deshilacharía sin mí.
Disponer un telar para un encargo de este tamaño exige al menos cuatro personas que sostengan madejas de hilos de urdimbre y tiren de ellas mientras otras dos giran el rodillo para recoger la urdimbre en el plegador trasero. Otra persona comprueba la tensión de los hilos mientras pasan. Ha de ser la correcta desde el principio, de lo contrario surgen problemas más adelante. Aliénor es quien se encarga siempre de eso: sus manos tienen tanta sensibilidad que resultan perfectas para esa tarea.
Georges padre e hijo estaban ya a ambos lados del rodillo cuando entramos. Aliénor fue a reunirse con su padre mientras yo le mostraba a Nicolas las madejas de hilos de urdimbre preparadas para nosotros. Luc sostenía ya varias en un extremo.
Nos faltaba una persona.
– ¿Dónde está Philippe? -preguntó Georges.
– Todavía en casa de su padre -dijo Nicolas.
– Madeleine, ¡aparta un poco las lentejas del fuego y ven aquí! -llamé.
Madeleine llegó de la cocina, tiznada y calurosa. La coloqué entre Luc y yo para que no estuviera junto a Nicolas: no me apetecía que se hicieran ojitos cuando tenían que estar trabajando. Con una madeja en cada mano nos colocamos a cierta distancia del telar. Expliqué a Nicolas y a Madeleine cómo mantener los hilos tensos e iguales y tirar con decisión. No es fácil hacerlo de manera que se consiga la uniformidad. Sostuvimos nuestras madejas y fuimos arrastrados lentamente hacia el telar a medida que Georges padre e hijo giraban las manivelas a ambos lados del rodillo. Cuando se detuvieron unos instantes, Aliénor se acercó a la urdimbre que descansaba sobre el rodillo y caminó a todo lo largo, rozando los hilos con la mano. Todo el mundo guardó silencio. Su rostro estaba iluminado y lleno de concentración, la misma expresión que veo en la cara de Georges cuando teje. Por un momento casi pensé que veía. Cuando llegó al final se dio la vuelta y caminó en dirección contraria, deteniendo la mano en hilos que sostenía Nicolas.
– Demasiado flojos -dijo-. Aquí y aquí -extendió de nuevo la mano y tocó hilos de Madeleine-. Tirad más con la izquierda -les ordenó a ambos-. Es vuestra mano más débil; con ésa hay que tirar siempre más fuerte.
Cuando los hilos estuvieron igualados, Georges padre e hijo giraron de nuevo las manivelas, enrollando lentamente la urdimbre en torno al plegador mientras nosotros cuatro la manteníamos tirante. Después de recorrer todo el camino hasta el telar, soltamos la urdimbre y empezamos de nuevo, retomando los hilos desde más lejos. Aliénor volvió a comprobar la tensión. Esta vez la mano derecha de Nicolas estaba demasiado floja, y también parte de la izquierda de Luc. A continuación Madeleine y otra vez Nicolas. Aliénor y yo les dijimos cuánto tenían que tirar.
Nicolas se quejó.
– Esto puede llevar horas. Me duelen los brazos.
– Si prestáis atención iremos más deprisa -le dije secamente.
Mientras Georges padre e hijo giraban las manivelas, me llegó el olor de algo que se quemaba.
– ¡Las lentejas!
Madeleine dio un salto.
– ¡No sueltes los hilos! -grité-. Aliénor, ve y aparta las lentejas del fuego.
Una expresión temerosa cruzó el rostro de Aliénor, que perdió su alegría. Sé que no le gusta el fuego, pero no quedaba otra solución: nadie más tenía las manos libres.
– Madeleine, ¿retiraste las lentejas como te dije? -pregunté mientras Aliénor abandonaba el taller a la carrera.
La sirvienta miró enfadada los hilos que manejaba. Tenía los dedos rojos y blancos a causa de la presión.
– ¡Qué chica tan tonta!
Nicolas rió entre dientes.
– Es como Marie-Céleste.
Madeleine alzó la cabeza.
– ¿Quién es ésa?
– Una muchacha que trabaja en casa de los Le Viste. Igual de descarada.
Madeleine le hizo una mueca a Nicolas. Georges le Jeune los miró a los dos con desaprobación.
Aliénor regresó.
– He dejado la olla en el suelo -dijo.
Volvimos a la preparación de la urdimbre: nosotros tirábamos, los dos Georges giraban la manivela y Aliénor hacía pruebas. Ya no resultaba tan divertido. También a mí me dolían los brazos, aunque nunca lo habría admitido. Me preocupaba además la cena y qué ofrecer a los comensales. Tendría que buscar a toda prisa a la mujer del panadero para comprarle una empanada: las vende en casa mientras su marido despacha en la panadería. Madeleine resoplaba, suspiraba y se enfurruñaba a mi lado y Nicolas empezaba a poner los ojos en blanco de aburrimiento.
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