– ¿Por qué, monsieur? -pregunté-. ¿Preferís la seda a la lana?

– No es sólo la seda. Todo pasa por Venecia: especiería, cuadros, joyas, pieles. Cualquier cosa que se desee. Y luego los diferentes pueblos: moros, judíos, turcos. Una fiesta para los ojos -se interrumpió-. Ah. Pardon, mademoiselle.

Me encogí de hombros. Todo el mundo me habla de la vista: estoy acostumbrada.

– Las venecianas también te gustarían, ¿no es cierto? -preguntó Philippe.

Madeleine y yo dejamos escapar risitas nerviosas. Yo sabía que Philippe había dicho aquello para facilitar la conversación. Es su manera de ser.

– ¿Qué aspecto tiene la casa de Jean le Viste? -interrumpió mamá-. ¿Es espléndida?

– Lo suficiente. Queda justo fuera de los muros de la ciudad, junto a la abadía de Saint-Germain-des-Prés, una iglesia muy hermosa, la más antigua de París. Su esposa va allí con frecuencia.

– ¿Monseigneur Le Viste también?

– Es un hombre muy ocupado; siempre está haciendo algún encargo del Rey. No creo que disponga de tiempo para misas.

– ¿No dispone de tiempo para misas? -mamá estaba indignada.

– ¿Tiene hijos, monsieur? -pregunté, picoteando la rebanada de pan duro que me servía de plato. Me había dejado parte del puré de guisantes: estaba demasiado emocionada para comer.

– Tres hijas, mademoiselle.

– ¿Ningún varón? Debería haber rezado más -dijo mamá-. Eso tiene que ser una prueba para él, la falta de heredero. ¿Qué pasaría con este taller, después de todo, si no fuera por Georges le Jeune?

Papá gruñó. No le gusta recordar que el taller será algún día de Georges le Jeune.

– ¿Cuánto tiempo se tarda en cruzar París? -preguntó Luc.

– Al menos tanto como en decir dos misas -respondió Nicolas-. Y eso si no te paras en uno de los puestos o de las tabernas, o a saludar a las personas que conoces. Las calles están repletas de gente, de día y de noche. Puedes ver lo que quieras y comprar lo que te guste.

– No parece muy distinto de Bruselas: tan sólo más grande, y con más desconocidos -dijo Georges le Jeune.

Nicolas resopló.

– Es muy distinto de aquí.

– ¿Cómo? Aparte de las mujeres, claro está.

– Si he de ser franco, las mujeres de Bruselas son mejor parecidas de lo que pensé en un primer momento. Sólo hay que mirarlas con más detenimiento.

Me puse colorada. Madeleine lanzó de nuevo una risita y se movió en el banco, de manera que me empujó contra mamá.

– Ya basta, monsieur -dijo mamá con tono cortante-. Tratad con un poco de respeto a los habitantes de esta casa o, por muy artista de París que seáis, ¡saldréis de aquí con una patada en el trasero!

– ¡Christine! -dijo papá, mientras Georges le Jeune y Luc reían.

– Digo lo que siento. No se trata sólo de mí, hay que pensar también en Aliénor y en Madeleine. No quiero que cualquier conquistador las engatuse con palabras almibaradas.

Papá empezó a decir algo, pero Nicolas le interrumpió:

– Os aseguro, madame, que no era mi intención faltaros al respeto ni a vos, ni a vuestra hija, ni a la bella Madeleine.

Madeleine se retorció de nuevo y tuve que llamarla al orden con la punta del pie.

– Veremos -dijo mamá-. Porque la mejor manera de mostrar vuestro respeto será ir a misa. No habéis ido ni una sola vez desde que llegasteis.

– Tenéis razón, madame: he fallado imperdonablemente. Trataré de repararlo asistiendo esta tarde a nona. Quizá vaya a vuestra Dame du Sablon para echar de paso una ojeada a sus famosas vidrieras.

– No -dijo papá-. La misa puede esperar. Necesito que el primer cartón esté acabado cuanto antes para que podamos empezar. Philippe y tú trabajad hasta que lo acabéis; después podrás ir a misa.

La indignación de mamá la hizo estremecerse, pero no dijo nada. Nunca antepondría el trabajo a las obligaciones religiosas, pero papá es el lissier, y es quien decide sobre cosas como ésas. No estuvo mucho tiempo enojada con él, de todos modos. Nunca le duran los enfados. Después de cenar, mis padres pasaron al taller. Aunque mamá no debe tejer -el Gremio multaría a papá si lo hiciera-, a menudo le ayuda en trabajos de otro tipo. Su padre era tejedor, y mamá sabe cómo vestir un telar, enhebrar lizos, ovillar o clasificar lana, y calcular cuánta lana y seda se necesitan para cada tapiz, así como cuánto tiempo hará falta para terminarlos.

No la puedo ayudar con esas cosas, pero coso, en cambio. Por la noche, cuando los tejedores han terminado, me paso horas familiarizándome con el tapiz en el telar, busco las hendiduras que se forman cuando un color se detiene y comienza otro. De esa manera llego a conocer los tapices tan bien como los tejedores que trabajan en ellos.

Por supuesto, si el cliente está dispuesto a pagar lo suficiente y el diseño lo permite, papá ensambla los colores, y teje hilos de diferentes colores unos con otros, entrelazándolos, de manera que no queden hendiduras que coser. Es un trabajo complicado que lleva más tiempo y cuesta más, por lo que muchos clientes no lo piden, como sucede en el caso de monseigneur Le Viste. Parece tacaño y con prisa: exactamente lo que yo esperaba de un aristócrata parisiense. Tendré mucho que coser en los próximos meses.

Mientras ellos se quedaban en el taller, trabajé de nuevo en el huerto, arrancando malas hierbas y mostrando a Nicolas y Philippe las flores que necesitaban para dibujar y pintar el cartón sobre un trozo de tela de lino. Estuvimos juntos, reinó la paz y me alegré: prefiero que no nos peleemos todo el tiempo.

Más tarde, Georges le Jeune y Luc salieron al huerto y vieron pintar a Nicolas y a Philippe. El sol ya no estaba alto. Cogí dos cubos y me dispuse a ir a por agua para las plantas. Cuando pasaba por la cocina de camino hacia el pozo al final de la calle, oí mencionar el nombre de Jacques le Boeuf. Me detuve exactamente junto a la puerta que lleva al taller.

– Lo he visto hoy, para decirle que pronto encargaría el azul -estaba diciendo papá-. Ha vuelto a preguntar por tu hija.

– No hay ninguna prisa, ¿verdad que no? -respondió mamá-. Sólo tiene diecinueve años. Muchas chicas esperan más si quieren hacer una buena boda o que sus novios se decidan, o prepararse el ajuar. No es como si Jacques tuviera una fila de mujeres delante de la puerta esperando para casarse con él.

– El olor las mataría, como primera providencia -dijo papá.

Rieron los dos entre dientes.

Sujeté muy bien los cubos y no respiré por temor a que mis padres me oyeran. Luego noté que alguien que venía del jardín se detenía en el umbral detrás de mí.

– Es una propuesta de matrimonio, de todos modos -dijo papá-. La única que le han hecho. No podemos descartarla sin más ni más.

– Hay otras cosas que puede hacer además de casarse con un tintorero de glasto. ¿Es eso lo que quieres para tu hija?

– No es nada fácil encontrar marido para una muchacha ciega.

– No tiene por qué casarse.

– ¿Y ser una carga para el taller toda su vida?

Me estremecí. Estaba claro que no había sido tan útil como creía.

Quienquiera que estuviese detrás de mí se movió un poco y, al cabo de un momento, regresó en silencio al jardín, dejándome sola, con mis lágrimas silenciosas. Ésa es una función que mis ojos comparten con los de otras personas: producir lágrimas.

Christine du Sablon

No podía apartar los ojos de la ropa. La dama que toca el órgano lleva una espléndida túnica con un dibujo amarillo y granate. Toda la orla está adornada de perlas y piedras preciosas que hacen juego con las que lleva en torno al cuello. La túnica interior es azul, de mangas que se ensanchan y caen con gracia. Georges será capaz de lucirse con esas mangas, al pasar del azul oscuro al claro.

Hasta la criada que mueve el fuelle del órgano lleva una ropa preciosa: más elegante que todo lo que poseemos Aliénor o yo. Imagino que es así como visten las damas de honor parisienses. Por supuesto, su ropa es más sencilla que la de su señora, pero no deja de ser un muaré azul marino con ribete rojo -otra ocasión para que Georges se luzca- y largas mangas amarillas, redondas más que en pico. Si yo me pusiera un vestido así, esas mangas se me meterían en la sopa y se engancharían con los hilos de la urdimbre.

La dama de honor lleva además dos collares con colgantes de flores. No son tan lujosos como el de su señora, pero las cadenas son de oro. Y se adorna el tocado con joyas. Me gustaría tener alguna parecida. Aunque es cierto que poseo un collar de rubíes engastados en esmaltes: Georges me lo regaló cuando el taller pasó a ser suyo. Lo llevo en los banquetes del Gremio, y me paseo por la Grand-Place como una reina.

A veces pienso en lo acomodado de nuestra posición, aunque no lo aparentemos, y me pregunto qué diría Georges si decidiera ser una dama como las de los tapices. Qué pasaría si vistiera ropa elegante, comiera peladillas y tuviera damas de honor pendientes de mí, que me peinaran, me llevaran el devocionario, las cestas y los pañuelos, que ordenaran mis cosas y me calentaran la habitación. Se supone que la primera tarea diaria de Madeleine es encender el fuego, pero la mitad de las veces está todavía dormida cuando me levanto, y soy yo quien se ocupa de hacerlo.

No me parezco en nada a las damas de esas pinturas. Ni sé tocar el órgano, ni tengo tiempo para dar de comer a las aves, ni para trenzar claveles ni para mirarme en espejos. La única dama a la que entiendo un poco más es la que sujeta al unicornio. Eso es lo que yo haría: asegurarme de que lo tengo bien agarrado.

Disponemos de dinero, pero Georges no lo gasta en cosas de calidad. Nuestro hogar es más grande que la mayoría, eso es cierto: hemos unido dos casas para disponer así de una cámara muy grande destinada a taller, y contamos con camas para el aprendiz y otras personas que nos ayudan. En cuanto a mí, tengo el collar y una buena cama de madera de nogal. La tela para nuestros vestidos, aunque sencilla, es de buena calidad y está bien cortada. Y tanto Aliénor como yo tenemos tres vestidos, mientras que otras sólo tienen dos, o uno. Las mangas no nos entorpecen el trabajo.