– Sí -dijo Nicolas-. Cultiváis de todo aquí, ¿no es eso? ¿Por qué os esforzáis tanto, si no podéis verlo?

– Lo hago para que lo vean los demás, pero sobre todo para que mi padre conozca las flores que teje y sea capaz de copiar sus formas y colores verdaderos. Es la mejor manera. El secreto de nuestro taller: el porqué de la calidad de nuestras millefleurs.

»Bon, aquí está el alhelí. Lo planto en las esquinas de los rectángulos por el olor, porque así sé dónde estoy. Aquí veréis la aguileña, todo en tres: tres hojas en tres racimos sobre tres tallos, por la Santísima Trinidad. Aquí están los claveles, las margaritas y los crisantemos. ¿Qué más queréis ver?

Philippe me preguntó por otras plantas que veía allí y me arrodillé y las toqué: mijo del sol, saxífraga, jabonera. Luego se sentó y empezó a esbozar, con el carboncillo que raspaba el papel rugoso.

– Quizá queráis algunas de las flores del comienzo de la primavera -le recordé-. Campanillas de invierno y jacintos. Por supuesto no florecen ahora, pero podéis verlas en algunos de los dibujos de papá, si no las recordáis. Y también los narcisos, para el unicornio en La Vista: mirándose en el espejo, como hizo Narciso.

– Debéis de haber hablado con Léon le Vieux cuando estuvo aquí: los dos pensáis que el unicornio es un ser vanidoso, fanfarrón -dijo Nicolas.

Sonreí.

– Léon es un hombre prudente -desde luego siempre ha sido amable conmigo, tratándome casi como a una hija. En una ocasión me dijo que procedía de una familia judía, aunque va a misa con nosotros cuando está en Bruselas. De manera que también sabe en qué consiste ser diferente, y cómo es necesario amoldarse siempre y ser útil.

– Nicolas, trae el lienzo en el que he empezado a dibujar El Oído, y añadiré las millefleurs -dijo Philippe con brusquedad.

Temí que Nicolas respondiera con malas maneras, pero volvió al taller sin decir una sola palabra. No sabía por qué, pero, de repente, no quería estar a solas con Philippe, por si acaso intentaba decirme algo. Antes de que pudiera hacerlo, me alejé para reunirme con mamá dentro de casa.

Olí lo que estaba preparando para la cena: trucha, zanahorias nuevas del huerto, alubias y guisantes secos, cocidos hasta conseguir un puré.

– ¿Comerán también Nicolas y Philippe? -pregunté, mientras colocaba jarras sobre la mesa.

– Eso creo -mamá hizo ruido al colocar algo pesado sobre la mesa: la olla con el puré de guisantes. Luego regresó junto al fuego y, al cabo de un momento, oí el chisporroteo de más truchas friéndose. Empecé a servir la cerveza: oigo cuándo el líquido llega a lo más alto del jarro.

Con el fuego no me siento tan segura como en el jardín. Prefiero cosas que no cambian tan deprisa. Por eso me gustan los tapices: se tarda mucho tiempo en hacerlos, y crecen a lo largo de meses, como las plantas de mi jardín. Mamá siempre mueve las cosas mientras cocina; nunca estoy segura de que un cuchillo siga en el sitio donde lo he dejado, o de que una bolsa de guisantes se haya guardado de manera que no tropiece con ella, o de que un recipiente con huevos esté arrimado a la pared para que no lo vuelque. No le soy útil junto al hogar. No estoy en condiciones de ocuparme del fuego: se me ha apagado muchas veces. En una ocasión lo cargué demasiado, la chimenea se incendió y estuvo a punto de quemarnos a todos si no llega a ser porque mi hermano lo apagó con un poco de lana empapada en agua. Después de aquel percance papá me prohibió tocarlo. No se me permite asar carne ni aves. Ni colocar ollas en el fuego ni retirarlas. Tampoco remover el contenido: la sopa se me ha derramado más de una vez sobre las manos.

Pero se me dan bien las verduras. Mamá dice que corto las zanahorias en rodajas demasiado iguales, pero si lo hiciera de otra manera podría llevarme un dedo por delante. También friego peroles. Sé sacar las cosas y guardarlas después. Sazonar alimentos, aunque despacio, porque tengo que sentir en la mano la nuez moscada o la canela o la pimienta y probar la comida muchas veces. Me esfuerzo lo indecible por ayudar.

– ¿Qué te parece Nicolas des Innocents? -dijo mamá.

Sonreí.

– Un tipo vanidoso y fanfarrón.

– Sí que lo es. Aunque bien parecido. Supongo que habrá dejado embarazada a más de una muchacha en París. Ojalá no nos cause problemas aquí. Ten cuidado con él, ma fille.

– ¿Por qué iba a interesarse por una ciega como yo?

– No son ojos lo que anda buscando.

Se me encendieron las mejillas. Me volví de espaldas a mi madre y abrí la panera de madera. El sonido me hizo saber que no había más que migas. Busqué por la mesita junto al hogar y luego en la mesa grande con caballetes.

– ¿No hay nada de pan? ¿Ni siquiera duro? -pregunté por fin. No me gusta reconocer que no consigo encontrar algo.

– Madeleine ha ido a comprarlo.

Antes me creía culpable de que tuviéramos una criada. Madeleine estaba con nosotros para ser mis ojos, para hacer todas las cosas que debe hacer una hija cuando ayuda a su madre. Pero a medida que el taller de papá se dio a conocer por sus millefleurs y aceptamos más y más trabajo, nos necesitó a mamá y a mí para ayudarlo, de manera que la presencia de Madeleine se hizo necesaria. Ahora no podríamos funcionar sin ella, aunque mamá prefiere cocinar siempre que puede: dice que los guisos de Madeleine son demasiado sosos y que le dan dolor de tripa. Pero cuando estamos ocupados en el taller no nos parece nada mal comer lo que prepara Madeleine, regarlo con el agua que va a buscar y sentarnos delante del fuego que ha encendido con leña recogida por ella misma.

Madeleine volvió enseguida con el pan. Es una mujer grande, tan alta como mamá y más ancha. Le he palpado los brazos y son como piernas de cordero. A los hombres les gusta. La he oído una noche en el jardín con Georges le Jeune. Deben de creer que no oigo sus gemidos ni noto que han pisado mis narcisos junto al emparrado del sauce. No digo nada, por supuesto. ¿Qué podría decir?

Inmediatamente después de que volviera Madeleine llegaron papá y los jóvenes de su entrevista con el lanero.

– He encargado la lana y la seda -le dijo papá a mamá-. En Ostende hay suficiente para la urdimbre y para empezar a tejer: la traerán dentro de unos días y podremos vestir el telar. El resto dependerá del mar y de la travesía entre Inglaterra y el continente.

Mamá asintió con la cabeza.

– La comida está lista. ¿Dónde se han metido Philippe y Nicolas?

– En el jardín -dije. Sentí sus ojos en mi espalda mientras iba a buscarlos.

Durante la comida, papá preguntó a Nicolas por París. Ha estado en Ostende, y en otras ciudades famosas por sus tejidos como Lille y Tournai, pero nunca ha llegado hasta París. Mamá y Georges le Jeune fueron una vez con él a Amberes, pero yo nunca he pasado de las murallas de nuestra ciudad: tendría demasiado miedo. Me basta con los sitios que conozco en Bruselas: Notre Dame de la Chapelle, que está muy cerca, con la plaza de delante, donde se pone el mercado; Notre Dame du Sablon; la puerta para atravesar las murallas interiores y llegar a la Grand-Place; los mercados de allí; la catedral. Ése es el mundo que conozco. Me gusta oír hablar de otros lugares, sin embargo, e imaginar el aspecto que tienen. El mar, por ejemplo: me encantaría sentirme rodeada por el olor a sal y a pescado, oír el retumbar y el arrastrarse de las olas, y sentir en el rostro el agua pulverizada. Papá me lo ha descrito, pero me gustaría estar allí para sentir por mí misma lo enorme y poderosa que puede ser el agua.

– ¿Qué aspecto tiene Notre Dame? -preguntó papá-. Según cuentan es incluso más grande que la catedral de aquí.

Nicolas se echó a reír.

– Vuestra catedral es una choza de pastores comparada con Notre Dame, que es como el cielo traído directamente a la tierra. Posee las torres más hermosas, las campanas más sonoras, las vidrieras más admirables. Daría cualquier cosa por diseñar vidrieras así.

Iba a preguntar más sobre las campanas cuando Philippe dijo sin levantar la voz:

– En fait, nosotros, los brusselois, estamos orgullosos de nuestra catedral. La fachada occidental estará terminada a finales de año. Y nuestras otras iglesias…, Notre Dame de la Chapelle, por ejemplo, es también impresionante, y la pequeña iglesia de Notre Dame du Sablon es muy hermosa, al menos lo que está construido. Las vidrieras son tan hermosas como cualquiera de París.

– Quizá sea hermosa, pero no tan espléndida como Notre Dame de París -insistió Nicolas-. Me gusta colocarme fuera y ver a la gente contemplarla con la boca abierta. Hay más rateros en Notre Dame que en ningún otro sitio de París porque la gente mira tan fijamente que no se da cuenta de que la roban.

– ¿La gente roba? -preguntó mamá-. ¿No temen la soga?

– Se ahorca a mucha gente en París, pero abundan los ladrones. La riqueza es tanta que no se contienen. En Notre Dame se ve a los nobles y a sus esposas que entran y salen durante todo el día, vestidos con la ropa de mejor calidad de la tierra. Las mujeres de París están mejor vestidas que en ningún otro sitio.

– ¿Has estado en otras ciudades? -preguntó Georges le Jeune.

– Sí, en muchas.

– ¿Dónde?

– Lyon. Mujeres hermosas.

– ¿Y?

– Tournai.

– Papá ha estado en Tournai. Dijo que era un sitio muy animado.

– Una ciudad terrible, Tournai -dijo Nicolas-. Prometí no volver.

– Se hacen tejidos de excelente calidad en Tournai -dijo papá-. Algunos rivalizan con lo mejor que se produce en Bruselas.

– Las mujeres no tenían pecho y ponían siempre mala cara -Nicolas habló con la boca llena.

Fruncí el ceño.

– ¿Has estado en Norwich? -preguntó papá-. Ése es un sitio que me gustaría visitar alguna vez, para ver el mercado de la lana.

– Venecia, ahí es donde iría yo -dijo Nicolas.