Sonreí cuando Philippe me anunció:
– Sólo somos nosotros, Aliénor: Nicolas des Innocents y yo. Aquí, junto al espliego -me conoce de toda la vida, pero sigue diciéndome dónde está aunque ya lo sé. Me llegaba el aroma oleaginoso, boscoso, del espliego contra el que se rozaban.
Me senté sobre los talones y alcé el rostro hacia el sol. Los comienzos del verano son buenos para tomar el sol, porque está encima durante más tiempo a lo largo del día. Siempre me ha gustado el calor, aunque no el del fuego, que me asusta. Me he chamuscado la falda demasiadas veces.
– ¿Me ofreceréis una fresa, mademoiselle? -preguntó Nicolas-. Tengo sed.
– Aún no están maduras -respondí con sequedad. Mi intención era responder con cordialidad, pero Nicolas hacía que me sintiera extraña. Y alzaba demasiado la voz. La gente lo hace a menudo cuando descubre que soy ciega.
– Ah. No importa, confío en que maduren antes de mi vuelta a París.
Me incliné otra vez hacia delante y palpé el suelo en torno a las fresas, deshaciendo entre los dedos la tierra que el sol había secado mientras buscaba álsine, hierba cana, pan y quesillo. No encontraba apenas malas hierbas, y ninguna mayor que una simiente recién germinada: había trabajado entre las fresas muy pocos días antes. Sentía sobre mí los ojos de los dos varones, como guijarros apretados contra la espalda. Es extraño cómo siento esas cosas, aunque ignoro en qué consiste ver.
Mientras me miraban sabía en qué estaban pensando: ¿cómo encuentra las malas hierbas y sabe lo que son? No se dan cuenta de que las malas hierbas son como cualquier otra planta, excepto que nadie las quiere: tienen hojas y flores y aromas y tallos y savia. Con el tacto y el olfato las reconozco igual que a las demás.
– Aliénor, necesitamos que nos ayudes con las millefleurs para los tapices -dijo Philippe-. Hemos dibujado parte de los diseños de mayor tamaño. Pero queremos que nos señales flores que podamos usar.
Volví a sentarme sobre los talones. Siempre me gusta que me pidan ayuda. Me he pasado la vida siendo útil para que mis padres no me consideren una carga y se deshagan de mí.
La gente alaba a menudo mi trabajo. «Qué iguales son tus puntadas», dicen. «Cuánto colorido tienen tus flores, qué rojas son tus cerezas. Es una lástima que no puedas verlas.» De hecho percibo la compasión en su voz, así como la sorpresa al descubrir lo útil que soy. No conciben el mundo sin ojos, de la misma manera que yo no lo concibo con ellos. Los ojos sólo son para mí dos bultos que se mueven, igual que mastica mi mandíbula o se me dilatan las ventanas de la nariz. Dispongo de otros medios para relacionarme con el mundo.
Conozco, por ejemplo, los tapices en los que trabajo. Toco la protuberancia de cada hilo de la urdimbre, de cada punto de la trama. Localizo las flores del diseño de millefleurs y sigo mis puntadas en torno a la pata trasera de un perro o a la oreja de un conejo o a la manga de la túnica de un campesino. Toco los colores. El rojo es suavemente sedoso, el amarillo pica, el azul es aceitoso. Bajo mis dedos aparece el mapa que forman los tapices.
La gente habla de ver con tanta reverencia que a veces pienso que si mis ojos funcionaran la primera cosa que vería sería a Nuestra Señora, que llevaría una túnica toda azul y sedosa al tocarla, y su piel sería tersa y sus mejillas tibias. Olería a fresas. Me pondría las manos en los hombros y la sensación sería de suavidad pero también de firmeza, de manera que una vez que me hubiera tocado sentiría ya siempre el peso de sus manos.
A veces me pregunto si ver haría que la miel supiera más dulce, que el espliego oliera mejor o que el sol me calentara más la cara.
– Has de describirme los tapices -le dije a Philippe.
– Ya lo hice el otro día.
– Ahora con más detalle. ¿Hacia dónde mira la dama: hacia el unicornio o hacia el león? ¿Cómo va vestida? ¿Está contenta o triste? ¿Se siente segura en su jardín? ¿Qué hace el león? ¿El unicornio está sentado o de pie? ¿Se alegra de ser capturado o quiere marcharse? ¿Siente la dama cariño por el unicornio?
El ruido que provocó Philippe al extender los dibujos me molestó. Me volví hacia Nicolas.
– Monsieur, vos habéis hecho los diseños. Sin duda los conocéis lo bastante bien como para describirlos sin necesidad de mirarlos.
Philippe dejó de hacer ruido.
– Por supuesto, mademoiselle -replicó. Había una sonrisa en su voz. Crujieron los guijarros bajo sus pies mientras se arrodillaba al borde del rectángulo.
– Estáis aplastando la menta -le dije con brusquedad al llegarme el olor.
– Oh. Pardon -se apartó un poco-. Bon, ¿cuáles eran todas esas preguntas que habéis hecho?
Ya no me acordaba de lo que quería que me dijera. No estaba acostumbrada a recibir atenciones de un hombre como él.
– ¿Cuánto azul hay en los tapices? -pregunté por fin. No me gusta que los tapices que hace mi padre tengan mucho azul, porque sé que recibiré demasiadas visitas de Jacques le Boeuf, con su paso cansino, sus palabras soeces y, por supuesto, su olor: un olor que sólo una mujer hundida, desesperada, soportaría.
– ¿Cuánto os gustaría que hubiera, mademoiselle?
– Nada; a no ser que estéis dispuesto a quedaros y a luchar con Jacques le Boeuf cada vez que aparezca.
Nicolas se echó a reír.
– La dama está sobre la hierba azul que cubre la parte inferior de todos los tapices. Pero si lo deseáis podemos reducirla. Quizá una isla de hierba que flote entre el rojo, en torno a la dama, el unicornio y el león. Sí, eso podría funcionar muy bien. Y es un cambio que nos está permitido hacer, ¿no opinas lo mismo, Philippe? Es parte de la verdure, n 'est-ce pas?
Philippe no respondió. Su enojado silencio quedó flotando en el aire.
– Gracias, monsieur -dije-. Et bien, ¿qué aspecto tiene la dama? Describídmela. Describidme El Gusto -elegí la dama que me desagradaba.
Nicolas resopló.
– ¿Por qué ésa?
– Me estoy castigando. ¿Es de verdad muy hermosa?
– Sí.
Mientras palpaba entre las fresas, arranqué una sin querer y la tiré.
– ¿Sonríe?
– Sí, una sonrisa mínima. Mira hacia la izquierda y piensa en algo.
– ¿En qué piensa?
– En el cuerno del unicornio.
– No, Nicolas -dijo Philippe con tono admonitorio.
Aquello aumentó mi curiosidad.
– ¿Qué sucede con el cuerno?
– El del unicornio es un objeto mágico -dijo Nicolas-, con poderes especiales. Dicen que si un unicornio hunde el cuerno en un pozo envenenado, el agua se purifica. Puede purificar otras cosas además.
– ¿Qué otras cosas?
Nadie habló durante unos momentos.
– Por hoy creo que ya es bastante. Quizá os lo cuente en otra ocasión -Nicolas añadió aquello último entre dientes para que sólo yo lo oyera. Mi oído es más fino que el de Philippe.
– Bon -respondí-. Dejadme pensar. Debería haber menta entre las millefleurs, porque protege contra los venenos. Sello de Salomón también. Y verónicas y margaritas y caléndulas, que son para trastornos estomacales. Fresas además, para resistir al veneno, y por Jesucristo Nuestro Señor, porque la dama y el unicornio son también Nuestra Señora y Nuestro Señor. De manera que necesitaréis flores para la Virgen María: lirios de los valles, digital, aguileña, violetas. Sí, y escaramujo: blanco por la pureza de Nuestra Señora, rojo por la sangre de Jesucristo. Claveles para las lágrimas de Nuestra Señora por su Hijo; aseguraos de ponerlas en el tapiz donde el unicornio está en el regazo de la dama, porque eso es como la Pietá, n'est-ce pas? ¿Qué sentido representa? -aunque lo sabía ya: no se me olvida nada. Quería burlarme de ellos.
Después de una pausa, Philippe se aclaró la garganta:
– Vista.
– Ah -seguí adelante sin darle importancia-. Claveles, también, en el tapiz en el que la dama está haciendo la corona nupcial, ¿no es eso?
– Sí, en El Olfato.
– En ocasiones se añade vinca-pervinca a las coronas nupciales para representar la fidelidad. Y querréis alhelíes para la constancia, y nomeolvides para el amor verdadero.
– Attends, Aliénor, vas demasiado deprisa. Voy a traer más papel para hacer esbozos, y taburetes donde sentarnos.
Philippe regresó corriendo al taller.
Me quedé a solas con Nicolas. Nunca había estado a solas con un hombre como él.
– ¿Por qué os llaman Nicolas des Innocents? -pregunté.
– Vivo cerca del cementerio de los Inocentes en París, junto a la rue Saint-Denis.
– Ah. No me parecía que fueseis muy inocente.
Nicolas rió entre dientes.
– Ya me conoces bien, preciosa.
– Me gustaría tocaros el rostro, para conoceros mejor -era un atrevimiento por mi parte: nunca le he pedido a Philippe que me deje tocarle la cara, aunque lo conozco desde que éramos niños.
Pero Nicolas es de París: está acostumbrado al atrevimiento.
– Bien sûr -dijo. Avanzó entre las fresas, aplastando con las botas menta y melisa y bayas sin madurar. Se arrodilló delante de mí y le toqué la cara. Tenía cabellos suaves que le llegaban hasta los hombros, y mejillas y barbilla rasposas por una barba de pocos días. La frente, amplia. La barbilla con un hoyuelo. Y surcos hondos a ambos lados de la boca, muy ancha. Le apreté la nariz, larga y delgada, y se rió.
Sólo le toqué la cara un momento antes de que se pusiera en pie de un salto y volviera al sendero. Cuando Philippe regresó, arrastrando taburetes entre los guijarros, volvíamos a estar como antes.
– ¿Queréis ver las flores que vais a dibujar? -me puse en pie tan deprisa que casi me mareé.
– Sí -dijo Philippe.
Salí al sendero y los llevé hasta los arriates.
– Muchas están floreciendo ahora, aunque os habéis perdido algunas. Ya no hay violetas, ni lirios de los valles, ni vinca-pervinca. Las hojas, sí; pero sin flores. Y los sellos de Salomón están empezando a marchitarse. Pero la digital y la verónica están floreciendo ya, y una o dos de las caléndulas. ¿No las veis, cerca de los ciruelos?
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