– ¿Cómo? -preguntó Nicolas.

– Añadiendo cosas. Más figuras, para empezar. A la dama debe acompañarla al menos una dama de honor, n’est-ce pas? En El Olfato, alguien que le sostenga los claveles mientras los entreteje; en El Oído, alguien que trabaje con el fuelle del órgano; en El Gusto, alguien que le ofrezca un cuenco para que dé de comer al periquito. Has añadido una criada que le presenta el cofre de las joyas en Á Mon Seul Désir. ¿Por qué no en los otros?

– En una seducción, la dama debe estar sola.

– Las damas de honor tienen que haber presenciado seducciones.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Has seducido alguna vez a una aristócrata?

Me puse colorado. Ni en sueños se me ocurriría entrar en las habitaciones de una aristócrata. Poquísimas veces estoy en la misma calle que algún noble, y no digamos nada de la misma habitación. Sólo durante la misa compartimos el mismo aire, si bien ellos están muy lejos, en los primeros bancos, separados del resto de los fieles. Se marchan antes que nosotros, y sus caballos se los llevan velozmente antes de que los plebeyos como yo lleguemos al atrio de la iglesia. Aliénor dice que los nobles huelen a las pieles que llevan, pero nunca he estado lo bastante cerca para comprobarlo. El olfato de Aliénor es más fino que el de la mayoría.

Está claro que Nicolas ha estado con damas de la nobleza. Debe de saberlo todo sobre ellas.

– ¿A qué huelen las aristócratas? -pregunté sin poderlo evitar.

Nicolas sonrió.

– Clavo. Clavo y menta.

Aliénor huele a melisa. Siempre las está pisando en su huerto.

– ¿Te imaginas a qué saben? -añadió.

– No me lo cuentes -rápidamente tomé el carboncillo y, después de decidir que copiaría primero El Olfato, empecé el esbozo. Dibujé unas cuantas líneas para el rostro y el tocado de la dama, luego el collar, el corpiño, las mangas y el vestido-. No queremos grandes masas de color. La túnica amarilla, por ejemplo, necesita más variedad. En otros sitios has utilizado un brocado granate: en El Gusto y en Á Mon Seul Désir. Vamos a añadirlo aquí, así, para romper el color.

Mientras yo llenaba con hojas y flores el triángulo de tela, Nicolas contemplaba lo que hacía por encima del hombro.

– Alors, tienes al león y al unicornio que sostienen la bandera y el estandarte a izquierda y derecha. Entre la dama y el unicornio, sobre un banco, vemos a un mono con un clavel. Eso está bien. ¿Qué tal si añadimos una criada entre la dama y el león? Puede ofrecer flores en una bandeja, que la dama utilizará para hacerse una corona -dibujé, de perfil, la silueta de una dama de honor-. Ya está mucho mejor. Las millefleurs del fondo llenarán la escena. No las voy a dibujar aquí, sólo en el cartón. Aliénor nos podrá ayudar cuando lo hagamos.

Nicolas me miró incrédulo.

– ¿Cómo puede sernos útil? -se señaló los ojos.

Fruncí el ceño.

– Siempre ayuda a su padre con las millefleurs. Se ocupa de un huerto excelente y conoce bien las plantas, sabe para qué sirven. Hablaremos con ella cuando empecemos los cartones. Alors, entre las millefleurs hay que añadir algunos animales -dibujé mientras hablaba-. Un perro en algún sitio para la fidelidad, quizá. Algunas aves de cetrería para el momento en que la dama dé caza al unicornio. Un cordero a sus pies para recordarnos a Jesucristo y a Nuestra Señora. Y por supuesto un conejo o dos. Ésa es la firma de Georges: un conejo que alza una pata hasta la cara.

Terminé de dibujar y contemplamos el cuadro y el apunte, uno al lado del otro.

– No acaba de estar bien -dije.

– ¿Qué sugieres, entonces?

– Árboles -respondí al cabo de un momento.

– ¿Dónde?

– Detrás de las banderas y los estandartes. Hará que el escudo de armas rojo destaque a pesar del fondo rojo. Luego otros dos más abajo, entre el león y el unicornio. Cuatro en total, para señalar las cuatro direcciones y las cuatro estaciones.

– Todo un mundo en un cuadro -murmuró Nicolas.

– Sí. Y el azul que hay que añadir será bien recibido por Jacques le Boeuf.

No es que quiera complacerlo. Todo lo contrario. Dibujé un roble junto al estandarte: roble para el verano y para el norte. Luego un pino detrás de la bandera, para el otoño y el sur. Acebo detrás del unicornio, para el invierno y el occidente. Naranjo detrás del león, para la primavera y el levante.

– Eso está mejor -dijo Nicolas cuando hube terminado. Parecía sorprendido-. Pero ¿podemos hacer tantos cambios sin que el cliente los apruebe?

– Son parte de la verdure -dije-. A los tejedores se les permite dibujar las plantas y los animales del fondo: lo único que no podemos hacer es cambiar las figuras. Años atrás se aprobó aquí en Bruselas una ley sobre eso, de manera que no hubiese problemas entre clientes y tejedores.

– O entre artistas y cartonistas.

– Eso también.

Me miró.

– ¿Hay problemas entre nosotros?

Me senté sobre los talones.

– No -no, al menos, en cuestiones de trabajo, añadí para mis adentros. No tengo valor suficiente para decir esas cosas en voz alta.

– De acuerdo -Nicolas echó mano de El Gusto y apartó El Olfato-. Ahora haz éste.

Examiné a la dama que daba de comer a su periquito.

– Le has pintado la cara con más cuidado que a las otras.

Nicolas jugueteó con el carboncillo, tocándolo y frotando luego la mancha negra hasta que se le volvía gris entre los dedos.

– Estoy acostumbrado a pintar retratos, y prefiero que las mujeres de los tapices sean todo lo reales que esté en mi mano.

– Destaca demasiado. La dama de Á Mon Seul Désir también; resulta demasiado triste.

– No las voy a cambiar.

– Las conoces, ¿no es eso?

Se encogió de hombros.

– Son aristócratas.

– Y las conoces bien.

Negó con la cabeza.

– No tan bien. Las he visto unas cuantas veces, pero…

Me sorprendió verlo hacer un gesto de dolor.

– La última vez que las vi fue el Primero de Mayo -continuó Nicolas-. Ésta… -señaló al cuadro de El Gusto- bailaba en torno a un mayo mientras su madre vigilaba. Llevaban vestidos que hacían juego.

– El brocado de color granate.

– Sí. No me pude acercar. Sus damas se ocuparon de ello -frunció el ceño al recordarlo-. Sigo pensando que no debería haber criados en estos tapices.

– La dama necesita una acompañante, de lo contrario no parecería correcto.

– Vayamos ahora a la seducción misma -insistió.

– ¿Por qué no ponemos criadas en todos menos en el de la captura del unicornio? En La Vista, cuando descansa en su regazo.

– Y en El Tacto -añadió Nicolas-, cuando lo sujeta por el cuerno. Tampoco ahí hace falta una acompañante -sonrió. Había vuelto a ser el mismo de antes, su melancolía desaparecida de repente, como una tormenta-. ¿Te cuento lo del unicornio, entonces? Quizá te ayude. Antes de que pudiera responder, Aliénor introdujo la cabeza por la ventana donde antes había estado Jacques le Boeuf. Nicolas y yo nos sobresaltamos.

– Nos tienes aquí, Aliénor -dije-. Junto al telar.

– Lo sé -respondió-. Mamá y yo estamos de vuelta. Ese Jacques le Boeuf nos retrasó tanto que se había terminado la misa antes de que nos sentáramos. ¿Querréis cerveza?

– Dentro de un momento -respondió Nicolas, que se volvió hacia mí tan pronto como Aliénor entró en la casa.

– Si no quieres saber lo del cuerno del unicornio te contaré otra cosa.

– No -no quería que hablara así con Aliénor tan cerca.

Me sonrió. Iba a decírmelo de todos modos.

– Aunque las mujeres huelan a clavo, saben a ostras.

Aliénor de la Chapelle

Me encontraron arrancando las malas hierbas entre las fresas. Las he plantado de manera que disponga de sitio donde arrodillarme con facilidad y ocuparme de las malas hierbas. No es que les tenga mucho aprecio como plantas: las flores no huelen y las hojas no son ni suaves ni espinosas ni delgadas ni gruesas. Pero el fruto es delicioso. Ahora, a comienzos de verano, las bayas han empezado a crecer pero son todavía pequeñas y duras y tienen poco aroma. Una vez que el fruto ha madurado, sin embargo, me pasaría, feliz, todo el día en este rincón del huerto, para aplastar las fresas entre los dedos, olerlas y gustarlas.

Oí que Philippe venía por el camino entre los rectángulos cultivados -un pie le roza contra el suelo cuando camina- y, tras él, el paso elástico de Nicolas des Innocents. La primera vez que Nicolas vio mi huerto, exclamó: «¡Virgen santa, es un paraíso! Nunca he visto un huerto así en París. Hay tantas casas que no queda sitio para nada: todo lo más, con mucha suerte, una hilera de coles». Es la única vez que le he oído alabar algo de Bruselas como mejor que en París.

A la gente siempre le sorprende mi huerto. Tiene seis rectángulos que forman una cruz, con árboles frutales -manzanos, ciruelos y cerezos- en las esquinas. Dos parcelas son para hortalizas, y tengo coles, puerros, guisantes, lechugas, rábanos, apio. La tercera, para fresas y hierbas aromáticas: ésa era la que estaba limpiando de malas hierbas. La cuarta para rosas, que no me gustan mucho -las espinas se me clavan-, pero agradan a mamá, y las dos últimas para las flores y más hierbas aromáticas.

En ningún sitio soy tan feliz como en mi huerto. Es el lugar más seguro del mundo. Conozco todas las plantas, todos los árboles, todas las piedras, todos los terrones de arcilla. Lo rodea un enrejado tejido con sauces y cubierto de rosas espinosas para que no entren ni animales ni desconocidos. Casi siempre estoy sola. Vienen los pájaros y se posan en los frutales para robar cerezas cuando están maduras. Las mariposas revolotean entre las flores, aunque sé muy poco de ellas. A veces, cuando me quedo quieta, siento que se mueve el aire cerca de una mejilla o de un brazo a causa de su aleteo, pero nunca las he tocado. Papá me dijo que si se las toca pierden el polvo que tienen en las alas, y entonces no pueden volar y los pájaros se las comen. De manera que las dejo tranquilas y hago que otros me las describan.