– Pues ya no me gusta. Háblame de los otros sentidos. ¿Qué es lo que representa cada uno?
– El unicornio mirándose en el espejo es la vista, y la dama sujetándolo por el cuerno es el tacto. Eso está muy claro. Luego viene el oído, donde la dama toca el órgano. Y en este otro… -contemplé el cuadro-; este otro es el olfato, creo, porque hay un mono que huele una flor sentado en un banco.
– ¿Qué clase de flor? -Aliénor siempre se interesa por las flores.
– No estoy seguro. Una rosa, creo.
– Puedes verlo tú misma, preciosa -Nicolas se había apoyado en el quicio de la puerta y nos contemplaba. Parecía descansado y radiante, como si la bebida no le hubiera afectado. Imagino que en París vive en las tabernas. Se adelantó hacia el interior del taller-. Cuidas de un huerto, según he oído: debes de distinguir un clavel de una rosa cuando lo ves. No creo que mis cuadros sean tan malos como todo eso, ¿eh, preciosa?
– No la llames eso -dije-. Es la hija del lissier. Se la debe tratar con respeto.
Aliénor se había ruborizado, pero no sé si por las palabras de Nicolas o por las mías.
– ¿Qué te parecen mis cuadros, pre…, Aliénor? -insistió Nicolas-. Son hermosos, non?
– Diseños -corregí-. Son diseños para tapices, no cuadros. Pareces olvidar que sólo se trata de guías para obras que harán otros: el padre y el hermano de Aliénor y los demás tejedores. No tú. Parecerán muy distintos como tapices.
– ¿Tan buenos? -preguntó Nicolas con una sonrisita.
– Mejores.
– No me parece que se puedan mejorar mucho, ¿tú qué opinas?
Aliénor torció el gesto: prefiere la modestia a la jactancia.
– ¿Qué sabes de los unicornios, preciosa? -Nicolas lo dijo con una mirada maliciosa que no me gustó nada-. ¿Quieres que te cuente cosas sobre ellos?
– Sé que son fuertes -respondió Aliénor-. Se dice en Job y en Deuteronomio. «Sus cuernos son como los cuernos del unicornio. Con ellos empuja a los pueblos hasta los extremos de la tierra.»
– Prefiero los Salmos. «Mi cuerno has ensalzado como el del unicornio.» ¿Sabes algo sobre el cuerno del unicornio? -Nicolas me hizo un guiño mientras decía esto último.
Aliénor parecía no escucharlo y, en cambio, arrugaba la nariz con desagrado. Luego lo olí yo, y un momento después, también Nicolas.
– Vaya, ¿qué es eso? -exclamó-. ¡Huele como un barril lleno de orines!
– Es Jacques le Boeuf -dije-. El tintorero de glasto.
– ¿Es así como huele el glasto? Nunca he tenido que acercarme. En París se les obliga a trabajar fuera de las murallas, en un lugar convenientemente apartado.
– Aquí también, pero Jacques viene a la ciudad. El olor se le queda pegado, pero no se puede impedir que una persona se ocupe de su trabajo. Hay que reconocer que tarda poco en resolver sus asuntos.
– ¿Dónde está la muchacha? -la voz atronadora de Jacques le Boeuf nos llegó desde el interior de la casa.
– Georges ha salido, Jacques -le oímos decir a Christine-. Vuelve otro día.
– No es a él a quien busco. Quiero ver a Aliénor, sólo un momento. ¿Está en el taller? -Jacques le Boeuf asomó la greñuda cabeza por la puerta. Su olor hace que los ojos se me llenen de lágrimas-. ¿Qué tal, Philippe, bribón? ¿Dónde está la chica de Georges? ¿Se esconde de mí?
Aliénor se había tirado al suelo para acurrucarse detrás de un telar.
– Ha salido -dijo Nicolas, al tiempo que torcía la cabeza y cruzaba los brazos sobre el pecho-. La he mandado a buscarme unas ostras.
– ¿Es eso cierto? -Jacques avanzó unos pasos, mostrándonos todo su corpachón. Es un tipo grande, semejante a un barril, de barba descuidada y manos manchadas de azul a causa del glasto-. ¿Y quién eres tú para decirle lo que tiene que hacer?
– Nicolas des Innocents. He pintado los nuevos tapices para Georges.
– El artista de París, ¿no es eso? -Jacques también se cruzó de brazos y se apoyó contra el quicio de la puerta-. Aquí no tenemos muy buena opinión de los tipos de Paris, ¿no es cierto, Philippe?
Me disponía a responder, pero Nicolas se me adelantó.
– Yo no me molestaría en esperarla. Le dije que buscara las mejores ostras, ¿entiendes? Sólo las que estén a la altura de un paladar parisiense. Cabe que tarde algún tiempo en encontrarlas, porque no tengo muy buena opinión del pescado que se vende en esta ciudad.
Miré con asombro a Nicolas, preguntándome por qué se atrevía a provocar a un individuo mucho más grande que él. ¿No quería conservar su cara bonita para las mujeres? Oí moverse a Aliénor detrás del telar y traté de no mirar hacia allí. Quizá estaba pensando en salir, para que Nicolas no sufriera las consecuencias de palabras tan imprudentes.
Jacques le Boeuf también pareció sorprendido. No respondió con los puños, sino que entornó los ojos.
– ¿Es esto lo que has hecho, entonces? -se acercó para colocarse a nuestro lado y mirar las pinturas extendidas sobre el suelo. Traté de evitar que su olor me produjera arcadas-. Más rojo que azul. Quizá no me merezca la pena que Georges trabaje en ellos -sonrió y se dispuso a pisar el dibujo de la dama con el unicornio en el regazo.
– ¡Jacques! ¿Qué haces?
La indignación de las palabras de Christine hizo que Jacques le Boeuf se inmovilizara, el pie alzado sobre la tela. Dio un paso atrás, al tiempo que la expresión avergonzada en su cara de gigante resultaba muy cómica.
Christine se le acercó decidida.
– Si es ésa tu idea de una broma, no tiene ninguna gracia. Ya te he dicho que Georges ha salido. Irá enseguida a hablar contigo sobre la lana azul para esos tapices…, si no los estropeas antes. Ya te estas marchando, ahora mismo; tenemos mucho que hacer -abrió la puerta que daba a la calle y se hizo a un lado.
Era como ver a un perro meter a una vaca en el establo. Jacques agachó la cabeza y se dirigió hacia la puerta arrastrando los pies. Sólo cuando ya había salido a la calle se atrevió a asomar la cabeza por una ventana y espetarnos:
– Decidle a la chica que he preguntado por ella.
Cuando estuvimos seguros de que se había ido y su fétido olor empezaba a desvanecerse, Nicolas se inclinó y sonrió a Aliénor tras el telar.
– Ya puedes salir, preciosa: la bestia se ha marchado -y procedió a tenderle la mano. Al cabo de un momento ella extendió la suya y la tomó; luego le permitió ayudarla a levantarse. Cuando estuvo de pie alzó la cara hacia la suya y dijo:
– Gracias, monsieur.
Era la primera vez que lo miraba de la manera que mira Aliénor -sus ojos tratando de encontrarse con los de otra persona pero sin conseguirlo-, y la sonrisa de Nicolas se esfumó al instante. Se diría que un golpe le había cortado la respiración. Finalmente, pensé, se da cuenta. Para ser artista no es muy observador.
Aliénor supo que por fin entendía: había decidido darle una oportunidad para que se percatara. Lo hace de cuando en cuando. Acto seguido apartó su mano de la de Nicolas e inclinó la cabeza.
– Vamos, Aliénor -dijo Christine con una mirada feroz a Nicolas-, o llegaremos tarde -salió por la misma puerta que Jacques le Boeuf.
– La misa -me recordó Aliénor, antes de echar a correr para reunirse con su madre.
– ¿Misa? -repitió Nicolas. Alzó la vista al sol que entraba por la ventana-. Es demasiado pronto para sexta, ¿.no es cierto?
– Se trata de una misa especial de los tejedores en Notre Dame du Sablon -dije-. Una iglesia que no está lejos de aquí.
– ¿Los tejedores tienen su propia misa?
– Tres veces por semana. Es un gremio poderoso.
AI cabo de un momento preguntó:
– ¿Cuánto tiempo hace que está así?
Me encogí de hombros.
– Toda la vida. Por eso es tan fácil no darse cuenta. Para ella es una cosa natural.
– ¿Cómo…? -señaló con un gesto el tapiz de la Adoración de los Magos, extendido sobre el telar donde se había confeccionado.
– Gracias a unos dedos muy adiestrados y sensibles. A veces pienso que tiene los ojos en los dedos. Distingue entre la lana azul y roja y lo atribuye a que los tintes se diferencian al tacto. Y oye cosas que nosotros no oímos. En una ocasión me dijo que no hay dos personas que caminen igual. Yo no me doy cuenta, pero Aliénor siempre sabe quién entra en el taller si ha oído antes su paso. Ahora reconocerá también el tuyo.
– ¿Todavía es muchacha?
Fruncí el ceño.
– No entiendo esa pregunta -de repente no quería seguir hablando de Aliénor.
Nicolas sonrió.
– Sí que la entiendes. Has pensado en ello.
– Déjala en paz -salté indignado-. Tócala y su padre te destrozará. Aunque seas un artista de París.
– Tengo todas las mujeres que quiero cuando me apetece. Estaba pensando en ti. Aunque supongo que les gustas a las chicas, con esas pestañas tan largas. A las chicas les encantan unos ojos como los tuyos.
No dije nada; me limité a echar mano de mi bolsa y a sacar papel y carboncillo.
Nicolas se echó a reír.
– Ya veo que tendré que hablaros a los dos del cuerno del unicornio.
– Ahora no. Hemos de trabajar. No empezarán a tejer hasta que no terminemos uno de los cartones -apreté los dientes al utilizar la primera persona del plural.
– Ah, sí, los cuadros. Afortunadamente tengo aquí mis pinceles. No me fiaría de un pincel de Bruselas: si pintara mi unicornio con uno de ellos, ¡seguro que parecería un caballo!
Me arrodillé junto a las pinturas; aquello me sirvió para no darle una patada.
– ¿Has dibujado o pintado cartones alguna vez?
Nicolas se guardó sus sonrisitas. No le gusta que se le recuerden las cosas que no sabe.
– Los tapices son muy distintos de los cuadros -dije-. Los artistas que no han trabajado con ellos no lo entienden. Creen que lo que pintan se puede ampliar sin más y tejer tal como lo han hecho. Pero mirar un tapiz no es como contemplar un cuadro. De ordinario un cuadro es menor, y resulta posible verlo todo de una sola vez. En lugar de acercarte mucho, te quedas a uno o dos pasos, como si tuvieses delante a un sacerdote o a un profesor. En el caso del tapiz te acercas tanto como si se tratara de un amigo. Sólo ves una parte, y no necesariamente la más importante. Así que ningún detalle debe destacar más que el resto: se tiene que integrar en un diseño placentero para los ojos, prescindiendo de dónde se detengan. Estos cuadros no tienen aún ese diseño. El fondo de millefleurs ayudará, pero todavía tenemos que cambiarlos.
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