Los dibujos de Nicolas, enrollados, estaban en un arcón con los de otros tapices. Sabía dónde guardaba Georges la llave, de manera que los saqué y los extendí sobre el suelo, como habíamos hecho el día anterior. Mientras Nicolas y yo hablábamos de ellos, el parisiense no había dejado de mirar a Aliénor, quien, sentada con su madre, terminaba de coser el tapiz que habíamos retirado del telar. Nicolas se había vuelto en su dirección, convencido de que le hacía un favor. Finalmente le dijo:
– ¿No deberías dejar ya de coser, preciosa?
Aliénor y Christine, las dos, levantaron la cabeza. Nadie había llamado nunca «preciosa» a Aliénor, prescindiendo de lo que pensaran de ella. A mí me parece hermosa, sobre todo sus cabellos, tan largos y dorados, pero me avergonzaría decirlo en voz alta. Me resulta muy difícil decir cosas así. Probablemente Aliénor se reiría de mí y me llamaría tonto. Me trata como a un hermano menor, un poco bobo, aunque sea varios años mayor.
– Esa parte del taller está muy oscura -continuó Nicolas-. Te quedarás bizca. Debes sentarte más cerca de la ventana, donde la luz es mejor. Me he enterado además de todas las reglas que tenéis que seguir los tejedores de Bruselas. No se trabaja cuando falta la luz del día, ni tampoco los domingos. Ojalá los pintores de París tuvieran una vida tan regalada, para no estropearse la vista.
Christine y yo lo miramos asombrados, pero Aliénor inclinó la cabeza sobre su trabajo, tratando de no reír. Al final no lo consiguió, sin embargo; después, también Christine se echó a reír, y yo acabé por acompañarlas.
– ¿Qué tiene de divertido? -preguntó Nicolas. Aquello hizo que nos riéramos más. Me pregunté si deberíamos apiadarnos e informarle de lo que no había visto. Fue Aliénor quien lo decidió.
– Esas reglas no se aplican a las mujeres -dijo a la larga, cuando dejamos de reír-. No somos tejedores, tan sólo una familia.
– Entiendo -dijo Nicolas. Parecía desconcertado, de todos modos, porque seguía sin explicarse nuestras risas. Pero no íbamos a decírselo. Era estupendo poder gastarle una broma al artista de París.
Aquella tarde apenas hicimos nada Nicolas y yo. Poco después nos fuimos con Georges le Jeune y Luc a Le Vieux Chien, donde más tarde se nos unió Georges, para brindar por el tapiz terminado y por el nuevo encargo. Nicolas estaba muy animado y consiguió que bebiéramos más de lo que acostumbramos.
Es un fanfarrón, este artista parisiense. Es cierto que no he estado en París. No salgo de las murallas de la ciudad si no es para recoger leña y setas en los bosques cercanos, o para pescar algunas veces en el río Sena. Pero he conocido a suficientes tipos de París para saber que no me sentiría a gusto allí. Están demasiado seguros de lo que hacen. Siempre lo saben todo; tienen el mejor vino, el mejor calzado, la mejor tela, los mejores pinceles, los mejores procedimientos para preparar pinturas. Sus mujeres paren más hijos, sus gallinas ponen más huevos, sus vacas dan más leche. Sus catedrales son más altas, sus barcos más veloces, sus caminos más lisos. Aguantan mejor la cerveza, montan a caballo con más elegancia y ganan siempre cuando pelean. Probablemente su mierda también huele mejor.
De manera que me alegré de que no estuviera en el taller por la mañana. Contemplé los dibujos. Como voy poco a la taberna, me dolía la cabeza debido al ruido, el humo y la bebida de la noche anterior.
Una cosa tengo que decir de Nicolas: quizá sus costumbres parisienses me desagraden, pero es un artista excelente. Él también lo sabe, y por esa razón no le diré nunca lo buenos que son sus diseños.
Es fácil encontrarles defectos si se los ve como dibujos para tapices. Para él son cuadros: no se ha dado cuenta de que con los tapices se necesita una composición muy equilibrada en el dibujo para hacerlos homogéneos, de manera que nada sobresalga. Eso es lo que hago cuando preparo un cartón: amplío el dibujo y lo pinto como sé que quedará la lana después de tejida, con menor mezcla de colores y formas más brillantes y uniformes. Los cartones no son tan hermosos como los cuadros, pero resultan imprescindibles para que los vaya siguiendo el tejedor mientras trabaja. Así es como me siento a menudo: imprescindible pero inadvertido, de la misma manera que no es posible apartar los ojos de los diseños de Nicolas.
Todavía los estaba contemplando cuando entró Georges en el taller. Tenía cara de sueño y el pelo revuelto, como si hubiera movido mucho la cabeza durante la noche. Se colocó junto a mí y contempló las pinturas.
– ¿Puedes convertirlas en dibujos utilizables?
– Sí.
– Bien. Haz algunos apuntes pequeños de los cambios para que los vea Léon. Cuando se dé por satisfecho podrás empezar con los cartones.
Dije que sí con la cabeza.
Georges contempló el cuadro de la dama con el unicornio en el regazo. Se aclaró la garganta.
– Nicolas se quedará para pintar contigo los cartones.
Di un paso atrás.
– ¿Por qué? Sabéis que puedo hacerlo tan bien como él. Quién…
– Es cosa de Léon. Forma parte de las condiciones del encargo. Monseigneur Le Viste se quedará con ellos y quizá los cuelgue para sustituir a los tapices cuando viajen con él. Léon quiere estar seguro de que responden exactamente a lo que Nicolas ha pintado en los originales. Disponemos de tan poco tiempo para tejer los tapices que será una ayuda contar con él.
Quería protestar, pero sabía que no debía. Georges es el lissier: decide lo que hay que hacer y lo ejecuto. Sé cuál es mi sitio.
– ¿Dibujaré los cartones o eso lo hará también él?
– Los dibujarás y harás los cambios necesarios. Y ayudarás a pintarlos. Trabajaréis juntos, pero será él quien tenga la última palabra.
Guardé silencio.
– Sólo serán unas semanas -añadió Georges.
– ¿Lo sabe Nicolas?
– Léon se lo está diciendo. De hecho voy a verlo ahora, para repasar el contrato -Georges contempló las pinturas y movió la cabeza-. Van a causarme problemas. Poco dinero, tiempo escaso, cliente difícil. Debo de estar loco.
– ¿Cuándo empezamos?
– Ahora. Georges le Jeune y Luc han ido a comprar la tela y volverán enseguida. Nicolas y tú podéis llevárosla a tu casa y trabajar allí si lo prefieres, o quedaros aquí.
– Aquí -dije muy deprisa. Siempre que puedo prefiero trabajar en la rue Haute. Tiene más luz que la casa de mi padre, que está cerca de una de las torres de la muralla y, a pesar de los telares, también hay más sitio. Mi padre es pintor como yo, pero menos acomodado que Georges. Como mis hermanos mayores trabajan con él, hay poco sitio para los más jóvenes.
Por otra parte cuando trabajo aquí estoy cerca de ella. No es que le importe. Nunca ha manifestado el menor interés por los varones…, hasta ahora.
– Si el buen tiempo se mantiene podéis pintar en el huerto de Aliénor -dijo Georges cuando ya se marchaba-. Eso hará que no molestéis a los tejedores: estaríais un poco apretados con dos telares.
Todavía mejor trabajar en su huerto, aunque no estaba seguro de que quisiera a Nicolas tan cerca de Aliénor. No me fío de él.
Cuando todavía estaba pensando en ella apareció en el umbral con mi cerveza matutina. Es poquita cosa, pequeña y pulcra. Todos los de su familia son mucho más altos.
– Aquí, Aliénor -dije. Vino hacia mí sonriendo, el rostro alegre, pero tropezó con la bolsa de cosas para pintar que tontamente había dejado yo en el suelo. La sujeté antes de que se cayera, pero buena parte de la cerveza se me derramó sobre la manga.
– Dieu me garde -murmuró-. Lo siento. ¿Dónde ha caído? ¡No sobre las pinturas, espero!
– No; únicamente en mi manga. No importa. Es sólo una jarra pequeña.
Me tocó la manga húmeda y movió la cabeza, molesta consigo misma.
– De verdad, no tiene importancia -repetí-. Fue una tontería dejar ahí la bolsa. No te preocupes por la cerveza; no tenía sed de todos modos.
– No, te traeré más -sin escucharme se apresuró a salir y regresó a los pocos minutos con otra jarra llena, caminando esta vez con mucho cuidado.
Se quedó a mi lado, los dibujos a nuestros pies mientras yo bebía. Traté de no hacer mucho ruido al tragar. Cuando estoy con Aliénor siempre me doy cuenta de lo ruidoso que soy: me crujen las botas, me castañetean los dientes, me rasco la cabeza, toso y estornudo.
– Cuéntame qué representan -dijo. Su voz es grave y suave; suave como su manera de andar o de volver la cabeza o de recoger algo o de sonreír. Y cuidadosa en todo lo que hace.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté. Mi voz no es tan suave.
– Los tapices. La dama y el unicornio. ¿Qué es lo que cuentan?
– Ah, eso. Bueno; en el primero hay una dama delante de una tienda de campaña en la que están escritas unas palabras. Á mon seul désir -lo leí despacio.
– Á mon seul désir -repitió Aliénor.
– El león y el unicornio, sentados, sostienen abiertos los faldones de la tienda, así como la bandera y el estandarte de la familia Le Viste.
– ¿Son muy importantes, esos Le Viste en París?
– Supongo que sí, puesto que mandan hacer unos tapices tan espléndidos. La dama está sacando joyas de un cofre, y luego, en los otros tapices, vemos que las lleva puestas. A continuación hay tres en los que la dama logra que el unicornio se acerque más. Finalmente descansa en su regazo y se mira en un espejo. En el último la dama se aleja con él, sujetándolo por el cuerno.
– ¿Cuál de las damas es la más bonita?
– La que da de comer al periquito. Se supone que, de los cinco sentidos, representa el gusto. También hay un mono que come algo a sus pies. Esa dama está más llena de vida que las demás. Sopla el viento en el sitio donde se encuentran y hace que su pañuelo se agite. Y al unicornio se le ve más alegre.
Aliénor se pasó la lengua por el labio inferior.
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