En el huerto buscó mucho entre los hierbajos hasta encontrar lo poco que quedaba. Cinco pimientos rojos, un calabacín verde de forma cilíndrica que tenía un lado mordisqueado por los conejos, algunas judías blancas, dos manojos de romero silvestre, otro de tomillo y, por supuesto, ajos, su único éxito agrícola. Podía echarlo todo en el puchero junto con algo de cebada y hacer sopa. Si ella no quería comérselo, desde luego él sí. Y también podía machacar olivas y alcaparras y hacer una tapenade para extender sobre el pan. En el trayecto de vuelta cogió varias piñas y, tras comerse el fruto, fue tirando el resto por el precipicio conforme avanzaba.

Una vez tuvo la sopa en marcha, subió para ver cómo se encontraba la joven. Estaba inquieta e irascible; pasaba constantemente de la consciencia al delirio, de beber un sorbo de agua a negarse a tomar el siguiente. Le ardían la frente y las manos. S.T. habría pensado que estaba llegando a un momento crítico de no ser porque los últimos días también se habían sucedido las fiebres altas seguidas y una intensa debilidad.

Hizo todo lo que pudo por ella; la bañó en una cocción de ruda y romero que hervía a diario desde que, en un momento de lucidez, ella le había dicho que se frotara con eso para evitar infectarse. Parecía estar bastante versada en medicina y, cuando S.T. conseguía extraerle alguna instrucción, la seguía con presteza y a pies juntillas. A continuación, se tomó media hora, como hacía todos los días, para descender con cuidado por el desfiladero y armarse de valor antes de bañarse en las heladas aguas del río que se precipitaba a gran velocidad desde las montañas.

Ella le había dicho que lo hiciera para fortalecerse, pero bien sabía Dios que hacía falta tener muchas agallas para meterse desnudo en el río y echarse un cubo de agua gélida sobre la cabeza. Nunca había sido un cobarde, pero esa pequeña tarea casi se le hacía insuperable. Aun así lo hacía, sobre todo porque no tenía ninguna intención de morir del modo en que ella lo estaba haciendo.

El sol ya iluminaba las paredes del desfiladero cuando se ató la coleta y, tiritando, se puso la camisa y el chaleco. Anduvo un breve trecho río abajo mientras silbaba llamando a Nemo, mientras buscaba cualquier rastro de él y se aferraba a la vaga esperanza de que el lobo estuviera escondido a causa de la presencia de alguna mujer.

Pero no encontró nada que lo ayudara a mantener viva la esperanza, así que cogió otro sendero que subía por el desfiladero hasta llegar al camino que procedía del pueblo. Siguió por él con la mirada puesta en el suelo en busca de cualquier pista reciente.

Sin embargo, la que encontró no era del lobo. En un saliente de caliza que había sobre el sendero, vio las huellas de alguien que había ascendido por allí, y que lo condujeron a una pequeña grieta oculta bajo un arbusto de enebro. En ella estaba escondida una bolsa muy gastada que S.T. sacó. Tras desabrochar las hebillas, miró su contenido con avezada eficacia y sin sentir el menor reparo.

El interior, forrado con una elegante tela, contenía un vestido de seda muy arrugado y unos zapatos a juego bordados con un intrincado dibujo de pájaros de color azul prusia. Debajo había un juego de corsés de sarga marrón y algunas piezas de muselina de ricos recamados.

Sacó la ropa y extendió el vestido, que había sido plegado de cualquier manera, sobre un arbusto para evitar que se manchara de polvo mientras seguía registrando la bolsa. Bajo la capa de sarga había una caja de piel que contenía una colección de pequeños viales y medicinas en diminutos frascos de cristal, todos con etiquetas muy pulcras en las que ponía cosas como «polvos carminativos», «ungüento abrasivo» o «pastillas de malvavisco».

Metida dentro de una copa de plata y envuelta en un pañuelo, encontró una elegante gargantilla de perlas. En el fondo de la bolsa descansaban un abanico pintado y un par de hebillas doradas de zapatos, todo guardado en una caja forrada en raso en la que estaba escrito «recuerda quién te la dio». S.T. metió la mano en un bolsillo interior, pero la sacó con un respingo y maldijo mientras se chupaba la sangre del corte que acababa de hacerse en el dedo. Prosiguió la inspección con más cuidado y encontró un abrecartas de plata de ley, extremadamente afilado y en el que estaban grabadas las iníciales «LGS», junto con la lima que se había empleado para afilarlo.

No había nada más, salvo un monedero lleno de calderilla y un cuaderno de bocetos muy gastado en el que se leía «Silvering, Northumberland, 1764 a 17-, de Leigh Gail Strachan». S.T. lo abrió.

Conforme fue pasando las páginas, comenzó a dibujarse en su rostro una sonrisa irónica. Las luminosas acuarelas que contenía eran encantadoras; mostraban unas figuras humorísticas e ingenuas pintadas por una joven dama de la campiña inglesa en las que representaba a su familia en diversas escenas de su vida cotidiana. En cada dibujo podía leerse en tinta su título y algún comentario: «Emily se cae del burro (elaborar más la perspectiva)»; «Edward N. muestra su ingeniosa máquina de electrocutar a Emily, Anna y mamá, y Anna sufre un desvanecimiento (las escaleras se ven demasiado anchas, pero las expresiones son buenas)»; «Reunión en Hexham: el capitán Perry enseña a Anna un grácil paso de baile»; «Atrapados en el fango. Castro ladra de forma muy grosera al cochero John (estudiar las proporciones de patas traseras equinas)»; «Papá dormido en la biblioteca después de un duro día cortando rosas con mamá»; «¡Alegría, alegría! Emily, Leigh y Castro reciben a papá y a Edward N. a su regreso con el tronco para encender el fuego de Navidad»; «El señor de la casa cura a un cochinillo enfermo tras perseguirlo por el patio mientras Anna y Leigh miran»; «Emily se cae de una cerca»; «Papá preparando el sermón del domingo»; «Emily, Anna y Leigh salvan a los gatitos (perro muy mal hecho)».

El dibujo del valeroso rescate mostraba a las tres chicas, que llevaban puestos sus gorritos y delantales, blandiendo palos y escobas contra algo que se parecía a un cerdo con lunares y grandes colmillos. S.T. sonrió. Tras un pesebre, cinco manchurrones con patas representaban a los amenazados gatitos.

Había un recorte doblado del London Gazette entre la última página y la contraportada. S.T. lo abrió y lo alisó. «Proclama de Su Majestad el Rey», rezaba en grandes letras al inicio de una larga lista oficial de bandoleros. S.T. encontró bastante más abajo su propio nombre.


Llamado el señor de la medianoche, o en ocasiones en francés, el Seigneur de Minuit. Un metro ochenta de altura, ojos verdes, pelo castaño con tonos dorados, porte gentil, excelentes modales y cejas muy rizadas hacia arriba. Monta un magnífico corcel negro de dieciséis palmos sin marcas. Quien revele el paradero de dicho sujeto a los magistrados de Su Majestad recibirá una recompensa de tres libras.


– ¿Tres libras? -exclamó S.T., sorprendido-. ¿Solo tres libras de mierda?

En sus tiempos de mayor gloria habían sido doscientas, y la última vez que había visto uno de esos anuncios figuraba a la cabeza de la lista. No era de extrañar que ningún cazador de recompensas lo hubiera molestado nunca en su guarida de Col du Noir.

Solo tres libras. Qué triste.

Guardó el cuaderno de bocetos y se puso en pie. Mientras seguía cuidándose el corte del dedo, dobló el vestido de seda, lo guardó y se echó la bolsa al hombro al tiempo que negaba con la cabeza, asombrado de que esa joven de origen gentil hubiera sido capaz de recorrer buena parte de Inglaterra y toda Francia. Había ido sola en su busca.


Al caer la noche había conseguido darle dos platos de sopa cucharada a cucharada. Tras una ligera mejoría, en la que ella lo maldijo débilmente y llamó tanto a su padre como a su madre, pareció empeorar; cayó en un estado letárgico de mayor debilidad. En ocasiones, S.T. tenía que observarla con atención durante largo rato para asegurarse de que todavía respiraba.

Llegó a desear que muriera y terminase todo aquello. A la tenue luz de la chimenea, se sentó en la butaca con la cabeza apoyada en la pared de piedra a esperar el fatal desenlace. De pronto cayó en la cuenta de que tendría que enterrarla, así que comenzó a decidir cuál sería el mejor lugar para hacerlo; alguno por el que no tuviese que pasar todos los días, porque eso no lo podría resistir. Entonces pensó en cómo sería estar solo en el castillo sin Nemo, y sintió que un profundo pozo negro de desesperación se abría en su interior.

Se levantó y enjugó la frente de la joven. Ella no se despertó, ni tan siquiera se movió, así que S.T. la observó presa de un silencioso pánico hasta que comprobó al fin que su pecho subía y bajaba débilmente.

Dormida y al calor de la tenue luz del fuego, su rostro parecía más dulce, más humano, tanto que hasta podía imaginársela sonriendo. Pensó en el vestido de seda y los zapatitos y se la figuró en medio de un elegante salón ante un juego de té de plata. S.T. conocía muy bien ese tipo de salas y a ese tipo de damas.

Las conocía íntimamente. El valor de esas mujeres llegaba como mucho a atreverse a aventurarse a un encuentro furtivo en el jardín a medianoche, o en su vestidor, o entre las sombras de una escalera trasera. En cierta ocasión S.T. asistió a una reunión de ese tipo en un salón que estaba en obras de la gran mansión de los Percy, en Syon, y a partir de ese momento el olor a serrín y yeso siempre iba unido en su mente al de los polvos aromatizados y una suave piel. La dama había afirmado que estaba dispuesta a abandonar a su marido noble y fugarse con él, pero desde luego S.T. no la creyó capaz de viajar sola desde el norte de Inglaterra hasta la Provenza. Al final, ni siquiera le dejó una nota de despedida cuando el marido apareció para poner fin a su osada aventura y llevarla de vuelta a casa. Mujeres.