– Es extraño, ¿sabes? -dijo Lucien, contemplando el hogar y la chimenea-. Mira cómo la han situado en relación con el resto del espacio. No es ahí donde se tendría que poner. No distribuye la habitación de la manera lógica. Lo hace todo extraño. Incómodo.

Tenía razón.

– Está demasiado cerca de la puerta -dije.

– Y tanto. Casi te tropiezas con el hogar al entrar. Eso es muy poco práctico; se escapa mucho calor cada vez que alguien abre la puerta. Y la corriente que se crea hace que el fuego arda deprisa y sea difícil de controlar. Peligroso, quizá. Lo lógico sería colocarlo allí, junto a la pared del fondo -señaló el lugar-. Es extraño que la gente haya vivido aquí cientos de años resignándose con esa mala colocación.

Rick, pensé de repente. Rick podría explicarlo. Estamos en su territorio, los espacios interiores.

– ¿Qué quieres hacer ahora? -Lucien parecía desconcertado. Lo que me había parecido sencillo al imaginarlo era infinitamente más absurdo en la realidad, rodeados por la oscuridad y la humedad.

Le pedí la linterna y empecé a examinar la chimenea metódicamente, los cuatro pilares cuadrados en las esquinas del hogar, los cuatro arcos que, entre los pilares, sostenían la chimenea.

Lucien lo intentó de nuevo.

– ¿Qué quieres encontrar?

Me encogí de hombros.

– Algo…, viejo -repliqué, de pie sobre la piedra del hogar y alzando los ojos hacia el agujero que se estrechaba progresivamente. Veía restos de nidos de pájaros sobre repisas formadas por piedras que sobresalían-. Quizá algo… azul.

– ¿Algo azul?

– Sí -me bajé de la piedra-. Vamos a ver, Lucien, tú eres constructor. Si fueses a esconder algo en una chimenea, ¿dónde lo pondrías?

– ¿Una cosa azul?

No respondí; me limité a mirarlo fijamente. Lucien contempló la chimenea.

– Bueno -dijo al cabo de un momento-, la mayor parte de los sitios posibles se calentarían demasiado y las cosas podrían arder. Quizá muy arriba. O… -se arrodilló y colocó la mano sobre la piedra del hogar. La frotó e hizo un gesto de confirmación-. Granito. No sé de dónde lo sacaron; no es de esta zona.

– Granito -repetí-. Como en las Cevenas.

– ¿Dónde?

– Una zona de Francia, en el sur. Pero ¿por qué granito?

– Bueno; es más duro que la caliza. Difunde el calor de manera más uniforme. Pero este bloque es muy grueso, de manera que la parte de abajo no se calentaría tanto. Podrías esconder algo debajo, imagino.

– Sí -asentí, frotándome el chichón de la frente. Parecía razonable-. Levantemos el granito.

– Pesa demasiado. ¡Necesitaríamos cuatro hombres para eso!

– Cuatro hombres -repetí. Rick, Jean-Paul, Jacob y Lucien. Y una mujer. Miré alrededor-. ¿Tienes un, un…, no conozco la palabra francesa, aparejo de poleas?

Parecía completamente perdido. Saqué papel y pluma del bolso y dibujé un esbozo muy rudimentario.

– ¡Ah, un palan! -exclamó-. Sí, tengo uno. Aquí, en la furgoneta. Pero incluso así, necesitaríamos más personas para levantarlo.

Pensé un momento.

– ¿Y la furgoneta? -pregunté-. Podríamos enganchar le palan aquí, luego a la furgoneta y utilizar la fuerza del motor para levantar la piedra.

Me miró sorprendido, como si nunca hubiera considerado que su vehículo pudiera utilizarse para cometidos más nobles que el transporte. Estuvo mucho tiempo callado, viendo la posición de todo, midiendo con los ojos. Yo escuchaba el repiqueteo de la lluvia en el exterior.

– Sí -dijo por fin-. Quizá podamos hacerlo.

– Lo vamos a hacer.


Cuando llegó a la granja, Isabelle intentó, en silencio, abrir la puerta de la casa. Estaba atrancada por dentro. Oía a Etienne y a Gaspard que gruñían y se esforzaban, para luego detenerse y discutir. No los llamó. Fue en cambio al establo, donde Petit Jean estaba almohazando al caballo. Apenas le llegaba a la cruz, pero lo manejaba confiado. Miró a Isabelle y luego siguió con su tarea. Su madre notó que tragaba saliva de nuevo.

Como el hombre de la carretera cuando nos marchábamos de las Cevenas, pensó Isabelle, y recordó al individuo de la nuez abultada, las antorchas, las valientes palabras de Marie.

– Papá nos ha dicho que nos quedemos aquí para no estorbar -anunció Petit Jean.

– ¿Que os quedéis? ¿Está Marie aquí?

Su hijo mayor giró la cabeza hacia un montón de paja en el rincón más oscuro del establo. Isabelle se precipitó hacia allí.

– Marie -dijo en voz baja, arrodillándose delante del montón.

Pero era Jacob, acurrucado sobre la paja. Tenía los ojos muy abiertos, pero no pareció ver a su madre.

– ¡Jacob! ¿Qué sucede? ¿Has encontrado a Marie?

Encima de las rodillas tenía el vestido negro que Marie llevaba sobre el azul. Isabelle se arrastró hasta él y se lo quitó. Estaba empapado.

– ¿Dónde lo has encontrado? -preguntó, examinándolo. Tenía rasgado el cuello. Y los bolsillos llenos de guijarros del Birse.

– ¿Dónde estaba?

Jacob miró las piedras sin cambiar de expresión y no dijo nada. Su madre lo agarró por los hombros y empezó a zarandearlo.

– ¿Dónde lo has encontrado? -gritó-. ¿Dónde?

– Lo ha encontrado aquí -oyó decir a su espalda. Se volvió hacia Petit Jean.

– ¿Aquí? -repitió-. ¿Dónde?

Petit Jean indicó con un gesto lo que los rodeaba.

– En el establo. Debió de quitárselo antes de salir corriendo para ir al bosque. Quería presumir de su vestido nuevo delante del demonio, ¿verdad, Jacob?

El niño se estremeció entre las manos de Isabelle.


Marcha atrás, Lucien acercó lo más posible la furgoneta a la casa. Después de atar la cuerda a un enganche metálico debajo del parachoques trasero, la metió, a través del devant-huis y por la ventanita cercana a la puerta -todos los cristales rotos retirados para que no la cortaran-, en el interior de la casa. Sujetó el aparejo de poleas a una viga estructural que atravesaba la habitación, llevó la cuerda hasta el aparejo y luego la bajó hasta la piedra del hogar, atando el cabo a un extremo de un triángulo de metal. En los otros dos ángulos colocó abrazaderas.

Luego cavamos en torno a una esquina del bloque de granito hasta dejar al descubierto la base. Nos llevó mucho tiempo porque el suelo estaba muy bien apisonado. Lo golpeé con el borde de una pala, deteniéndome de cuando en cuando para limpiarme el sudor de los ojos. Lucien encajó el triángulo de metal en el extremo de la piedra que habíamos dejado al descubierto y fijó las abrazaderas, metiendo los dientes en la tierra por debajo del fondo. Finalmente recorrimos todo el perímetro de la piedra con la pala y una palanca, removiendo el suelo a su alrededor.

Cuando todo estuvo listo discutimos sobre quién se quedaría dentro y mantendría el aparejo de poleas en su sitio y quién se encargaría de la furgoneta.

– Como ves, no está bien instalado -dijo Lucien, mirando con ansiedad a la cuerda-. El ángulo no es bueno. La cuerda rozará con la ventana, allí, y con el arco de la chimenea, allí -dirigió el haz de luz a los puntos de fricción-. Podría deshilacharse y romperse. Y la fuerza no es la misma en las dos abrazaderas porque no hemos podido colgar el aparejo directamente encima de la piedra, sino a un lado, sobre la viga. He intentado compensarlo, pero la tracción sigue siendo diferente y no será difícil que las abrazaderas resbalen. Queda la viga. Puede que no sea lo bastante fuerte para soportar el peso de la piedra. Es mejor que lo controle yo.

– No.

– Ella…

– Me voy a quedar aquí. Vigilaré la cuerda, la abrazadera y le palan.

El tono de mi voz le obligó a retroceder. Fue hasta la ventanita y miró fuera.

– De acuerdo -dijo en voz baja-. Tú te quedas aquí con la linterna. Si la soga comienza a deshilacharse, resbalan las abrazaderas, o descubres cualquier otro motivo para que detenga la furgoneta, dirige la luz al espejo de allí -dirigió la linterna al espejo retrovisor del lado izquierdo de la furgoneta, y el espejo nos devolvió el destello-. Cuando la piedra se haya levantado lo suficiente -continuó-, ilumina también el espejo con la linterna, para que sepa que tengo que pararme.

Asentí y recuperé la linterna, luego le iluminé el camino hasta la ventana de atrás, preparándome para el alarido cuando forzó la ventana de guillotina y la levantó. Me miró antes de desaparecer. Sonreí apenas; no respondió a mi sonrisa. Parecía preocupado.

En tensión por el nerviosismo, me coloqué junto a la ventanita. Con tanta actividad había desaparecido al menos la sensación de mareo, y sentí que me hallaba en el lugar correcto, por absurda que fuese la situación. Me alegraba de estar con Lucien: no lo conocía lo bastante como para tener que darle demasiadas explicaciones, a diferencia de lo que me habría sucedido con Rick o Jean-Paul, y estaba lo bastante interesado por el aspecto mecánico de la tarea como para no hacer demasiadas preguntas sobre el porqué de lo que hacíamos.

Había dejado de llover, pero se seguía oyendo gotear por todas partes. La furgoneta petardeó hasta ponerse en marcha y siguió estremeciéndose mientras Lucien encendía los faros y revolucionaba el motor. Sacó la cabeza por la ventanilla y yo agité la mano. Muy despacio, la furgoneta avanzó, centímetro a centímetro. La cuerda fue moviéndose, se tensó y empezó a vibrar. El aparejo que colgaba de la viga osciló hacia mí. Se oyó un chasquido cuando la viga recibió el empuje de la fuerza desarrollada por la furgoneta; di un salto hacia atrás, aterrada ante la posibilidad de que la casa se derrumbara a mi alrededor.

La viga resistió. Paseé el haz de luz por todo el recorrido de la cuerda, el aparejo, y las abrazaderas en torno a la piedra, de nuevo a lo largo de la cuerda, hasta salir por la ventana y llegar a la furgoneta. Había muchas cosas que vigilar. Me concentré en la tarea, el cuerpo tenso como un muelle.