No hablamos durante el trayecto. Le agradecí que no me acosara a preguntas como habría hecho yo en su caso, dado que carecía de respuestas.
Tomamos una carreterita que pasaba por debajo de la vía del tren y empezamos a ascender una colina. Al llegar a un grupo de casas Lucien torció por un camino de tierra que reconocí por nuestro paseo matutino. Avanzó unos trescientos metros, se detuvo y apagó el motor. Los limpiaparabrisas se detuvieron, gracias a Dios, y la furgoneta tosió varias veces y resolló prolongadamente antes de quedar en total silencio.
– Es ahí -Lucien señaló hacia nuestra izquierda. Al cabo de unos instantes logré distinguir el contorno de la granja a unos cincuenta metros. Sentí un escalofrío; iba a ser duro salir de la furgoneta y caminar hasta la casa.
– Ella, ¿te puedo preguntar algo?
– Sí -repliqué de mala gana. No quería contárselo todo, pero tampoco podía esperar que aceptase ayudarme a ciegas.
Consiguió sorprenderme.
– Estás casada -era más una afirmación que una pregunta, pero se lo confirmé con un movimiento de cabeza-. Fue tu marido el que llamó la otra noche, durante la fondue.
– Sí.
– También yo he estado casado -dijo.
– Vraiment? -mi voz manifestó más sorpresa de lo que yo quería. Fue como cuando me confesó que también él padecía psoriasis: hizo que me sintiera culpable al dar por sentado que no llevaba una vida semejante a la mía, con estrés y relaciones amorosas-. ¿Tienes hijos? -pregunté, tratando de devolverle la vida que había intentado quitarle.
– Una hija. Christine. Vive con su madre en Basilea.
– No muy lejos de aquí.
– No. La veo cada quince días. Y tú, ¿tienes hijos?
– No -los codos y los tobillos empezaron a picarme, la psoriasis reclamando atención.
– Todavía no.
– Eso es, todavía no.
– El día que me enteré de que mi mujer estaba embarazada -dijo Lucien muy despacio- me proponía explicarle que, en mi opinión, debíamos separarnos. Llevábamos dos años casados y yo sabía que las cosas no iban bien. Para mí, por lo menos. Hicimos un alto para contarnos nuestras grandes noticias, para contarnos lo que pensábamos. Empezó ella. Después me fue imposible sincerarme con ella.
– De manera que seguisteis juntos.
– Hasta que Christine cumplió el año, sí. Pero fue lo más parecido a un infierno.
No sé desde cuándo tenía barruntos, pero de pronto me di cuenta de que sentía náuseas, se me había llenado de piedras el estómago. Tragué saliva y respiré hondo.
– Cuando te oí hablar con tu marido me acordé de las conversaciones telefónicas con mi mujer.
– Pero, ¡si apenas le dije nada!
– Era el tono.
– Ah -miré hacia la oscuridad, incómoda-. No estoy segura de que mi marido sea el hombre adecuado para tener hijos con él -expliqué a continuación-. Nunca he estado segura -decirlo en voz alta, y nada menos que a Lucien, me dio la sensación de romper el cristal de una ventana. El sonido mismo de las palabras me impresionó.
– Es mejor saberlo ahora -dijo Lucien-, para que, si puedes evitarlo, no traigas un hijo a un mundo sin amor.
Tragué saliva y asentí. Seguimos oyendo la lluvia y yo me concentré en calmarme el estómago.
– ¿Quieres robar algo de allí? -preguntó Lucien de repente, con un movimiento de cabeza hacia la granja.
Lo estuve pensando.
– No. Sólo quiero encontrar algo. Algo que es mío.
– ¿De qué se trata? ¿Te dejaste algo ayer? ¿Es eso?
– Sí. La historia de mi familia -me enderecé en el asiento-. ¿Todavía estás dispuesto a ayudarme? -le pregunté con tono enérgico.
– Por supuesto. Dije que te ayudaría, de manera que lo voy a hacer -Lucien me miró a los ojos con gesto serio.
No es tan desastroso como creía, pensé.
Parecía que Petit Jean no estaba dispuesto a parar. Isabelle se colocó en medio del sendero, obligándole a detenerse. Luego cogió al caballo por la brida. El animal apretó el hocico contra su hombro y resopló.
Ni Petit Jean ni Gaspard querían mirarla a la cara, aunque el antiguo posadero se quitó el sombrero negro y le hizo una inclinación de cabeza. Petit Jean era todo tensión, ojos al frente, esperando con impaciencia a recuperar la libertad.
– ¿Adónde vais? -preguntó.
– De vuelta a la granja -Petit Jean tragó saliva.
– ¿Por qué? ¿Has encontrado a Marie? ¿Está bien? Su hijo no contestó. Gaspard se aclaró la garganta, vuelto hacia ella sólo el ojo privado de visión.
– Lo siento, Isabelle -murmuró-. Sabes que no intervendría en esto si no fuese por Pascale. Si no hubiera hecho el vestido no tendría que ayudar ahora. Pero… -se encogió de hombros y volvió a encasquetarse el sombrero-. Lo siento.
Petit Jean silbó y tiró con violencia de las riendas. A Isabelle se le escapó la brida.
– ¿Ayudar en qué? -gritó al tiempo que Petit Jean golpeaba al caballo para que partiera al galope-. ¿Ayudar en qué?
Mientras se alejaban, a Gaspard se le cayó el sombrero y fue a parar a un charco. Isabelle los vio desaparecer sendero adelante, luego se inclinó y recogió el sombrero, agitándolo para quitarle el barro y el agua. Y lo mantuvo entre los dedos al tomar también ella el camino hacia su casa.
Llovía aún con más fuerza. Corrimos hasta el devant-huis, y mi linterna iluminó el candado de la puerta. Lucien le dio un ligero tirón.
– Esto se puso aquí para que no entraran les drogués -anunció.
– ¿Hay… drogotas en Moutier?
– Por supuesto. En Suiza hay drogotas por todas partes. No conoces muy bien este país, ¿verdad?
– Y tú que lo digas -murmuré en inglés-. Caramba. Eso es lo que pasa por fiarse de las apariencias.
– ¿Cómo entrasteis ayer?
Jacob sabía dónde está escondida la llave -miré a mi alrededor-. Pero no me fijé. No creo que sea difícil de encontrar, de todos modos.
Usamos la linterna para repasar los sitios más lógicos del devant-huis.
– Quizá se la llevó Jacob sin darse cuenta -sugerí-. Estábamos todos muy afectados. No sería difícil que hubiera pasado una cosa así -me sentía vagamente aliviada al pensar que no iba a tener que seguir adelante con mi plan.
Lucien examinó las ventanitas a ambos lados de la puerta; los cristales rotos se podían empujar fácilmente hacia dentro, pero ni él ni yo cabríamos por el hueco. Las ventanas de la fachada también eran pequeñas y estaban muy altas. Lucien me arrebató la linterna.
– Buscaré una ventana más grande por la parte de atrás -dijo-. ¿Te importa esperar aquí?
Tuve que hacer un esfuerzo para asentir con la cabeza. Lucien salió del devant-huis y desapareció por la esquina de la casa. Me apoyé contra el umbral, rodeándome el pecho con los brazos para reprimir los escalofríos y escuché. Al principio sólo oía la lluvia; al cabo de un rato empezaron a incorporarse otros sonidos -tráfico en la carretera principal debajo de nosotros, el silbido de un tren- y me consoló un poco sentir tan cerca el mundo de todos los días.
Luego oí algo que sonaba como un alarido en el interior de la casa y di un salto. «Es sólo Lucien», me dije, pero salí al patio de todos modos, a pesar de la lluvia. Cuando la luz brilló a través de la ventana junto a la puerta y apareció una cara, ahogué un grito.
Lucien me hizo señas para que me acercase y me pasó la linterna a través del cristal roto.
– Te espero en la ventana de atrás -desapareció antes de que pudiera preguntarle si se encontraba bien.
Di la vuelta a la casa como Lucien había hecho unos minutos antes. No resultaba fácil doblar la esquina: el lateral y la parte de atrás del edificio eran territorio privado, la zona oculta a la inspección pública. Al dar la vuelta a la casa invadía un mundo desconocido.
La parte de atrás estaba embarrada; tuve que caminar con cuidado entre los charcos para encontrar sitios más secos y más firmes. Cuando vi la ventana abierta y la oscura silueta de Lucien en el interior, avancé demasiado deprisa y caí de rodillas.
Lucien se asomó.
– ¿Te ha pasado algo? -preguntó.
Me levanté como pude, la luz de la linterna oscilando desmesuradamente. Las rodillas de los pantalones se me habían empapado, creando dos círculos de barro.
– Nada. Estoy bien -murmuré, agitando las perneras del pantalón para desprender la mayor cantidad de barro posible. Le pasé la linterna, que mantuvo enfocada al alféizar de la ventana mientras yo trepaba como podía.
Dentro hacía frío; más frío, daba la sensación, que fuera. Me aparté el pelo mojado de los ojos y miré alrededor. Estábamos en una habitación diminuta de la parte trasera, dormitorio o almacén, vacía a excepción de un montón de leña y un par de sillas rotas. Olía a moho y a humedad y cuando Lucien dirigió el haz de luz a los rincones del techo vimos jirones de telarañas flotando en la corriente creada por la ventana abierta. Lucien la empujó para cerrarla; el marco emitió un ruido semejante al alarido que había oído pocos minutos antes. Estuve a punto de pedirle que la volviera a abrir, para dejar expedito el camino de huida, pero me contuve. No había nada de lo que huir, me dije con firmeza, mientras el corazón se me salía del pecho.
Lucien fue delante hasta la estancia principal, se detuvo junto al hogar e iluminó la chimenea con la linterna. La miramos durante mucho tiempo en silencio.
– Impresionante, ¿verdad? -dije.
– Sí. He vivido toda mi vida en Moutier y he oído hablar de esta chimenea, pero nunca la había visto.
– A mí, ayer, me sorprendió su fealdad.
– Sí. Como esas ruches que se ven en televisión. En América del Sur.
– ¿Ruches? ¿Qué es una ruche?
– La casa de las abejas. Ya sabes, donde hacen la miel
– Ah, una colmena. Sí, ya sé lo que quieres decir -en algún lugar, probablemente en un ejemplar de National Geographic, había visto las colmenas altas, llenas de bultos, de las que hablaba Lucien, recubiertas de un cemento grisáceo que escondía un habitáculo con protuberancias, como un capullo antes de que salga la mariposa, poco elegante pero funcional. Una imagen de una de las granjas en ruinas de las Cevenas cruzó un instante por mi cabeza: el granito perfectamente colocado, la línea elegante de la chimenea. No; aquello no se parecía nada; lo habían hecho unas personas desesperadas que querían una chimenea como fuera y estaban dispuestas a conformarse con cualquier cosa.
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