– Lo siento -apartó la vista-. Es sólo que… también a mí me pasa algunas veces. En el mismo sitio de los brazos. Siempre he pensado que era una reacción alérgica a la pintura.

– Perdone -ahora me sentía culpable yo, aunque siguiera irritada con él, lo que aumentaba mi desasosiego. Un círculo vicioso-. ¿Por qué no ha ido al médico? -le pregunté un poco más amablemente-. Le diría lo que es y le recetaría algo. Hay una pomada…, me la he dejado en Francia, de lo contrario la estaría usando ahora.

– No me gustan los médicos -explicó Lucien- Hacen que me sienta… inadaptado.

Me eché a reír.

– Le entiendo perfectamente. Y aquí…, en Francia, quiero decir…, ¡recetan tantas cosas! Demasiadas.

– ¿Qué es lo que se la causa? Me refiero a la psoriasis.

– El estrés, dicen. Pero la pomada no está mal. Podía preguntarle al médico que…

– Ella, ¿tomaría una copa conmigo una de estas noches?

Tardé un poco en contestar. Quería cortar aquello antes de que fuese a más: no estaba interesada y era inoportuno, sobre todo en aquel momento. Pero siempre me ha costado decir que no. No hubiera podido soportar su expresión de desconsuelo.

– De acuerdo -dije finalmente-. Dentro de un par de días, ¿le parece? Pero…

Lo vi tan contento que no pude seguir.

– Nada. Alguna noche de esta semana, entonces.

Cuando volví a casa Jacob estaba tocando otra vez. Dejó el piano y me enseñó un trozo de papel.

– Malas noticias, mucho me temo -dijo-. Los registros de Berna sólo se remontan a 1750. En Porrentruy el bibliotecario me ha dicho que los libros parroquia les de los siglos XVI y principios del XVII se perdieron en un incendio. Aunque hay algunas listas militares que podrías consultar. Creo que fue ahí donde mi abuelo consiguió su información.

– Probablemente tu abuelo encontró todos los datos disponibles. Pero gracias por hacer las llamadas -las listas militares no me servían: me interesaban las mujeres. Pero eso no se lo dije.

– Jacob, ¿te suena un pintor llamado Nicolas Tournier? -le pregunté.

Negó con la cabeza. Fui a mi habitación, busqué la postal y volví con ella.

– ¿Ves? Procedía de Montbéliard -le expliqué, pasándole la postal-. Se me había ocurrido que podía ser un antepasado nuestro. Una parte de la familia que se mudó a Montbéliard, quizá.

Jacob miró el cuadro y negó con la cabeza.

– No he oído nunca que hubiera un pintor en la familia. Los Tournier siempre han tendido a las profesiones de tipo práctico. ¡Excepto en mi caso! -rió, pero luego recuperó la seriedad-. Ella, Rick llamó mientras estabas fuera.

Jacob parecía incómodo.

– Me pidió que te dijera que te quiere.

– Gracias -bajé los ojos.

– Ya sabes que puedes quedarte con nosotros todo el tiempo que te apetezca. Todo el tiempo que te haga falta.

– Sí. Gracias. Hemos…, existen algunos problemas, ya sabes.

No dijo nada, sólo se quedó mirándome y, por un momento, me acordé de la pareja del tren. Jacob era suizo, después de todo.

– En cualquier caso, estoy segura de que todo se arreglará pronto.

Asintió con la cabeza.

– Hasta entonces te quedas con tu familia.

– Sí.


Ahora que le había contado a Jacob algo sobre mis problemas matrimoniales, me pareció que ya no necesitaba justificar mi presencia en Moutier. Llovió al día siguiente, de manera que aplazamos el viaje a la granja, y me sentí muy cómoda sin hacer otra cosa durante todo el día que leer y escuchar cómo tocaban Susanne y Jacob. Aquella noche cenamos en la pizzería que había sido en otro tiempo posada de los Tournier pero que ahora parecía decididamente italiana.

A la mañana siguiente fuimos todos a ver la granja. Susanne nunca había estado, pese a haber pasado en Moutier la mayor parte de su vida. En el extremo oriental del pueblo tomamos un sendero claramente indicado mediante un cartel amarillo que lo declaraba «Tourisme pédestre» y nos decía que tardaríamos cuarenta y cinco minutos en llegar a Grand Val. Sólo en Suiza dicen el tiempo que se necesita para ir a un sitio, en lugar de la distancia. A nuestra izquierda se hallaba el comienzo de la garganta de piedra caliza sobre la que Goethe había escrito: un muro espectacular de roca amarilla y gris que se extendía hasta las montañas a ambos lados y que se hendía en el centro para permitir el paso del Birse. Resultaba impresionante con el brillo del sol y me recordó a una catedral.

El valle que seguimos era más suave, con un arroyo innominado y una vía de tren al fondo, campos en la parte más baja de las laderas, pinos a continuación y luego una pendiente mucho más abrupta hasta las rocas, muy altas por encima de nosotros. Caballos y vacas pastaban en los campos; a intervalos regulares aparecían granjas. Todo ordenado, con líneas nítidas y luz brillante y contrastada.

Los hombres caminaban juntos a buen paso; Susanne y yo íbamos detrás. Mi prima llevaba una blusa sin mangas de color azul verdoso y unos amplios pantalones blancos que se le hinchaban alrededor de las delgadas piernas. Estaba pálida y parecía cansada, su alegría fingida. Me daba cuenta por la manera en que se mantenía a cierta distancia de Jan y por el aire de culpabilidad con que me miraba que no le había dicho nada.

Nos fuimos distanciando cada vez más de los hombres, como si nos dispusiéramos a decirnos algo en privado. Empecé a tiritar, aunque el día era tibio y soleado, y me envolví en la camisa azul de Jean-Paul, que olía a humo y a él

Jacob y Jan se detuvieron en el lugar donde el sendero se bifurcaba y, al alcanzarlos, Jacob señaló una casa un poco por encima de nosotros, cerca del nivel donde terminaban los campos y los árboles empezaban a trepar montaña arriba.

– Ésa es la granja -dijo.

No quiero ir, pensé. ¿Por qué? Lancé una ojeada a Susanne, vi que me estaba mirando y supe que pensaba lo mismo que yo. Los hombres iniciaron la subida, mientras ella y yo nos quedábamos viéndolos.

– Vamos -le dije con un gesto a Susanne y me volví para seguir a los hombres. Mi prima acabó por imitarme.

La granja era una estructura alargada y baja: el lado izquierdo una casa de piedra, el derecho un granero de madera. Un largo tejado casi plano cobijaba los dos lados, que compartían una amplia entrada, terminada en una zona semejante a un porche oscuro, de la que Jacob dijo que recibía el nombre de devant-huis. Parecido a un porche, el lugar estaba alfombrado con paja, trozos de madera y cubos viejos. Yo tenía la esperanza de que la sociedad histórica hubiera hecho algo para conservar la casa, pero todo se desmoronaba lentamente: los postigos estaban torcidos, las ventanas, rotas y en el tejado crecía el musgo.

Mientras Jacob y Jan contemplaban admirativamente la granja, Susanne y yo no nos atrevíamos a levantarla vista.

– ¿Veis la chimenea? Jacob señaló una extraña formación desigual que sobresalía del tejado: nada parecido a la recta línea de piedra por encima de uno de los muros, que era lo que yo esperaba-. Está hecha de piedra caliza, ¿entiendes? -explicó Jacob-. Piedra blanda, de manera que utilizaban una especie de cemento para darle forma y endurecerla. La mayor parte de la chimenea está dentro más que encima de la casa. En el interior veréis el resto.

– ¿Se puede entrar? -pregunté de mala gana, con la esperanza de que hubiera un candado en la puerta, o un cartel que dijera «Propriété privée».

– Sí, claro. Ya he estado aquí antes. Sé dónde esconden la llave.

Maldición, pensé. No era capaz de explicar por qué no quería entrar; después de todo, aquella excursión era en beneficio mío. Sentía que Susanne me miraba, impotente, como si me correspondiera a mí detenerlo todo en el momento en que una fría lógica masculina de la que no podíamos defendernos nos arrastraba al interior de la granja. Le tendí la mano.

– Ven -le dije.

Me la dio: tenía la frialdad del hielo.

– Tienes la mano fría -dijo.

– Tú también -nos sonreímos tristemente. Mientras entrábamos juntas en la casa tuve la sensación de que éramos dos niñitas en un cuento de hadas.

Estaba oscuro dentro, sin otra luz que la de la puerta y de dos ventanas muy estrechas. A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra pude distinguir más trastos viejos y algunas sillas rotas tumbadas sobre el suelo de tierra prensada. Nada más atravesar el umbral nos tropezamos con un hogar ennegrecido, que se prolongaba a lo largo de la habitación en lugar de correr paralelo al muro. En las esquinas del hogar se alzaban pilares cuadrados de piedra de unos dos metros de altura, que sostenían arcos también de piedra. Sobre los arcos se alzaba la misma construcción desigual que en el exterior, una pirámide fea pero práctica para encauzar el humo hacia afuera.

Solté la mano de Susanne y me metí en el hogar para poder mirar dentro de la chimenea. Estaba negra por encima de mí; incluso cuando me puse de puntillas, sujetándome en uno de los pilares y estiré el cuello, no pude ver ninguna abertura.

– Debe de estar cegada -murmuré. De repente me sentí mareada, perdí el equilibrio y caí con violencia sobre la tierra.

Jacob estaba a mi lado en un segundo, dándome la mano y limpiándome.

– ¿Estás bien? -me preguntó, con preocupación en la voz.

– Sí -repliqué no muy segura-. Perdí…, perdí el equilibrio, creo. Quizá la piedra no está nivelada. Miré a mi alrededor buscando a Susanne; se había marchado.

– ¿Dónde…? -empecé a decir antes de que un dolor agudo me atravesara el estómago, lanzándome más allá de Jacob, al exterior de la casa.

Susanne estaba en el patio, muy encogida, los brazos cruzados sobre el abdomen. Jan se encontraba a su lado, mudo y con los ojos muy abiertos. Al pasarle yo el brazo sobre los hombros, mi prima lanzó un grito ahogado y una brillante flor roja apareció en la parte interior de sus pantalones a la altura del muslo, extendiéndose rápidamente pierna abajo.