– Scarlatti -dijo complacido-. Susanne estudia clavicémbalo en el Concertgebouw de Amsterdam, ¿sabes?

– ¿Tú también eres músico?

Asintió.

– Enseño en el conservatorio de aquí, justo en lo alto de la colina -hizo un gesto hacia detrás.

– ¿Qué tocas?

– Muchas cosas, pero aquí enseño sobre todo piano y flauta. Todos los muchachos quieren tocar la guitarra, las chicas la flauta y todos el violín o la flauta dulce. Unos cuantos, el piano.

– ¿Hay buenos estudiantes?

Se encogió de hombros.

– La mayoría van a clase porque sus padres quieren que vayan. Hay otras cosas que les interesan, como los caballos, el fútbol o el esquí. Todos los inviernos cuatro o cinco se rompen un brazo esquiando y no pueden tocar. Hay un muchacho, un pianista, que toca muy bien a Bach. Quizá vaya a estudiar a algún otro sitio.

– ¿Susanne estudió contigo?

Negó con la cabeza.

– Con mi mujer.

Mi padre me había contado que Jacob era viudo, pero no recordaba cuánto tiempo hacía de la muerte de su esposa ni las circunstancias.

– Cáncer -dijo, como si se lo hubiera preguntado en voz alta-. Murió hace cinco años.

– Lo siento -dije. Dándome cuenta de la insuficiencia de aquellas palabras, añadí-: Todavía la echas de menos, ¿verdad?

Sonrió con tristeza.

– Por supuesto. ¿Estás casada?

– Sí -respondí, incómoda; luego cambié de tema-: ¿Querrías ver ahora la Biblia?

– Vamos a esperar a que sea de día y tengamos mejor luz. Parece que ya te sientes mejor, pero todavía te encuentro pálida. ¿Estás embarazada, quizá?

Me estremecí, asombrada de que me lo preguntase con tanta tranquilidad.

– No, no; no lo estoy. No… no sé por qué me he desmayado, pero no es por eso. No he dormido bien durante los últimos meses. Y ayer por la noche prácticamente nada -me detuve, recordando la cama de Jean-Paul, y moví la cabeza despacio. Era imposible describirle mi situación.

Entrábamos, a todas luces, en territorio poco seguro, y Jacob salvó la situación cambiando de tema a propósito.

– ¿En qué trabajas?

– Soy, bueno, era comadrona en Estados Unidos.

– ¿De verdad? -se le iluminó la cara-. ¡Qué profesión tan maravillosa!

Miré el frutero con melocotones y sonreí. Su reacción había sido similar a la de madame Sentier.

– Sí -dije-. Es un trabajo que me gusta.

– De manera que, por supuesto, si estuvieras embarazada lo sabrías.

Reí sin ganas.

– Sí, supongo que sí -de ordinario sabía si una mujer estaba embarazada, incluso muy al principio. Se notaba en la manera pausada de caminar, el cuerpo convertido en plástico de burbujas alrededor de algo que ni siquiera sabían que llevaban. Lo había visto poco antes en Susanne, por ejemplo: cierta manera enajenada de mirar, como si estuviera escuchando una conversación muy en el interior de su cuerpo, en un idioma extranjero, sin estar necesariamente satisfecha con lo que oía, incluso aun sin entenderlo.

Contemplé la expresión confiada de Jacob. No lo sabe todavía, pensé. Qué curioso: yo era lo bastante pariente suya como para hacerme una pregunta tan personal, pero no tan cercana como para que le asustara la respuesta. Nunca le haría una pregunta tan directa a su hija. Dormí mal aquella noche, pensando sin cesar en Rick y en Jean-Paul, y haciendo juicios muy duros sobre mí. No llegué a ninguna conclusión, tan sólo conseguí ponerme muy nerviosa. Aunque era muy tarde cuando concilié el sueño, no por eso dejé de despertarme pronto.


Bajé la Biblia conmigo. Jacob y Susanne ya estaban en la mesa de la cocina leyendo el periódico, junto a un individuo pálido con pelo de color rojo anaranjado, más parecido a una zanahoria que al rojo de las castañas, como en mi caso. También tenía rojas las pestañas y las cejas, lo que daba a su cara un aspecto borroso, poco definido. Se puso en pie al entrar yo y me tendió la mano.

– Ella, te presento a Jan, mi novio -dijo Susanne. Parecía cansada; no había tocado la taza de café y en su superficie empezaba a formarse una película llena de arrugas.

– Ah, el futuro padre, pensé. Me apretó la mano sin fuerza.

– Siento no haber estado aquí anoche para recibirte -dijo en perfecto inglés-. Tenía que tocar en Lausana y regresé muy tarde por la noche.

– ¿Qué instrumento tocas?

– La flauta.

Sonreí, en parte por su inglés ceremonioso y en parte porque su cuerpo era un poquito como una flauta: delgado, extremidades redondeadas y cierta rigidez en las piernas y el pecho, como el hombre de hojalata de El mago de Oz.

– No eres suizo, ¿verdad?

– No, soy holandés.

– Ah -no se me ocurrió nada más que decir; lo ceremonioso de su actitud me paralizaba. Jan siguió de pie. Me volví, incómoda, hacia Jacob-. Voy a dejar la Biblia en otra habitación para que la veas después del desayuno. ¿Te parece bien? -pregunté.

Jacob asintió con la cabeza. Volví al vestíbulo y probé con otra puerta. Me encontré en una habitación larga y soleada, pintada de color crema, con molduras de madera inacabadas y resplandecientes baldosines negros. Estaba escasamente amueblada con un sofá y dos sillones bastante estropeados; al igual que en mi dormitorio, no había ningún adorno en las paredes. El otro extremo del cuarto lo ocupaban un piano de cola negro, cerrado, y, frente a él, un delicado clavicémbalo de palisandro. Dejé la Biblia sobre el piano de cola y me acerqué a la ventana para ver Moutier, de verdad, por primera vez.

Las casas estaban distribuidas al azar a nuestro alrededor y también colina arriba por detrás de la casa. Todos los edificios eran de color gris o crema, con tejados de pizarra muy pronunciados, terminados en un borde que sobresalía como una falda acampanada. Las casas eran más altas y más nuevas que las de Lisle, con postigos recién pintados en rojos, verdes y marrones muy sobrios, aunque justo delante de la casa de Jacob había un sorprendente par de azules eléctricos. Abrí la ventana y me asomé para ver los postigos de Jacob: no estaban pintados en absoluto, y conservaban el color caramelo de la madera.

Oí pasos detrás de mí y me aparté de la ventana. Con una taza de café en cada mano, Jacob se reía de mí.

– ¡Ah, ya estás espiando a nuestros vecinos! -exclamó, pasándome una de las tazas.

Sonreí.

– De hecho estaba mirando vuestros postigos. Quería ver de qué color eran.

– ¿Te gustan?

Asentí.

– Veamos, ¿dónde está esa Biblia? Ah, ahí. Bien, ahora ya puedes volver a tu casa -dijo, bromeando.

Me senté junto a él en el sofá mientras abría el libro por la primera página. Contempló los nombres durante mucho tiempo, con una expresión satisfecha en el rostro. Luego, de una estantería que tenía detrás, sacó un montón de papeles pegados con celo. Empezó a desdoblarlos y a extenderlos por el suelo. Los papeles estaban amarillentos, y el celo, quebradizo.

– Aquí tienes el árbol genealógico que hizo mi abuelo -explicó.

La letra era clara, y el árbol estaba cuidadosamente trazado, pero aun así era un asunto enrevesado: había tangentes, ramas que se disparaban, vacíos donde las líneas se agotaban. Cuando Jacob terminó de colocar las hojas, no formaban un rectángulo ni una pirámide bien definidos, sino un mosaico irregular, con hojas añadidas aquí y allá para completar la información.

Nos acuclillamos al lado. Por todas partes vi los nombres de Susanne, Etienne, Hannah, Jacob, Jean. En lo más alto del árbol todo era menos completo, pero empezaba con Etienne y Jean Tournier.

– ¿Dónde encontró tu abuelo todo esto?

– Distintos sitios. Algunos datos en la bourgeoisie del hôtel de ville aquí: hay registros que se remontan al siglo XVIII, me parece. Antes, no sé. Pasó años estudiando registros. Y ahora tú has contribuido a su trabajo, ¡has dado el gran salto a Francia! Cuéntame cómo encontraste esta Biblia de los Tournier.

Le presenté una versión abreviada de mis investigaciones en la que intervenían Mathilde y monsieur Jourdain, sin mencionar a Jean-Paul.

– ¡Menuda coincidencia! Has tenido mucha suerte, Ella. Y has venido hasta aquí para enseñármelo Jacob pasó la mano por la cubierta de cuero. Detrás de sus palabras se escondía una pregunta, pero no la contesté. Sin duda le había parecido desproporcionado que me presentara en Moutier de repente para enseñarle la Biblia, pero no me parecía que pudiera hacerle confidencias: se parecía demasiado a mi padre. Ni por ensoñación se me ocurriría contarles a mis padres lo que acababa de hacer, la situación que había dejado a mi espalda.


Más tarde Jacob y yo salimos a dar un paseo por Moutier. El hôtel de ville, un edificio cuidadosamente pensado, con postigos grises y torre del reloj, se alzaba en el centro. Las tiendas se agrupaban a su alrededor, formando lo que recibía el nombre de ciudad vieja, aunque parecía muy nueva comparada con Lisle: muchos de los edificios eran modernos, y todos habían sido renovados, con estuco y pintura nuevos, así como con nuevas tejas cuadradas para los tejados. Me fijé en un edificio peculiar, de cúpula con forma de cebolla a un lado, y debajo, en un nicho, un monje de piedra que sostenía un farol sobre la esquina de la calle, pero, por lo demás, los edificios eran uniformes y carecían de adornos.

En el último siglo Moutier había alcanzado una población de ocho mil almas, y las casas se habían extendido por las laderas de las colinas en torno a la ciudad vieja para albergar a la población. Nada parecía haber sido planeado, lo que resultaba extraño después de haber vivido en Lisle, con su cuadrícula de calles y la sensación de que se trataba de un todo orgánico. Con pocas excepciones, los edificios eran funcionales más que estéticamente satisfactorios, construidos para una determinada finalidad, sin trabajo decorativo en ladrillo, ni vigas transversales ni alicatados como en Lisle.