– No lo sé.
8. La granja
Fui en avión de Toulouse a Ginebra y luego tomé el tren a Moutier. Todo sucedió deprisa y sin problemas: había un vuelo, un tren, y en la voz de Jacob capté más alegría que sorpresa al avisarle con tan poco tiempo de que quería visitarle. Poquísimo tiempo: le llamé por teléfono a las doce del mediodía y a las seis el tren se detenía en Moutier.
En el trayecto desde Ginebra la cabeza empezó a funcionarme de nuevo. Estuve completamente aturdida durante el vuelo, pero después el ritmo del tren, más natural que el del avión, consiguió despertarme. Empecé a mirar alrededor.
Enfrente tenía a una robusta pareja de mediana edad; él, con chaqueta cruzada de color chocolate y corbata a rayas, leía un periódico cuidadosamente doblado; ella, con vestido gris de lana, chaqueta de un gris más oscuro, pendientes de clip que eran lazos de oro y zapatos italianos, acababa de salir de la peluquería y llevaba el pelo muy ahuecado y recién teñido de un castaño rojizo no muy diferente del mío si se exceptúa que parecía sintético. En su regazo descansaba un elegante bolso de piel y estaba escribiendo algo que parecía ser una lista en una agenda diminuta.
Probablemente hace ya la lista de felicitaciones de Navidad, pensé, avergonzada de mi ropa mustia y arrugada. No se dirigieron la palabra durante la hora que permanecí sentada frente a ellos. Cuando me levanté para cambiar de tren en Neuchâtel, el caballero alzó los ojos brevemente y me hizo una inclinación de cabeza. «Bonne journée, madame», dijo con una cortesía que sólo las personas de más de cincuenta años manejan con soltura. Sonreí y les hice una inclinación de cabeza a él y a su compañera. Era así como se funcionaba en Suiza.
Trenes silenciosos, limpios y puntuales. Pasajeros igualmente silenciosos y limpios, vestidos con sobriedad, que escogían sus lecturas y se movían pausadamente. No había parejas dándose el lote, ni varones que mirasen con descaro, ni faldas demasiado breves, ni pechos apenas cubiertos, ni borrachos tumbados en dos asientos; todo ello espectáculo habitual en el tren de Lisle a Toulouse. No era un país de gente tumbada; los suizos no ocupan dos asientos si sólo han pagado uno.
Tal vez necesitaba un orden así después del caos que había dejado atrás. Era típico en mi caso establecer con exactitud los rasgos de una personalidad nacional después de pasar sólo una hora en un país, alcanzar una opinión que podía modificar sobre la marcha para incluir a la gente que iba conociendo. Si realmente me lo hubiera propuesto, quizás habría encontrado sordidez en algún lugar de aquellos trenes, ropas desgarradas y voces destempladas, novelas románticas, alguien inyectándose en el lavabo, un poco de pasión, algo de miedo. Pero contemplé lo que me rodeaba y me agarré a la normalidad que vi.
El nuevo paisaje me fascinó: las sólidas montañas del Jura alzándose, vertiginosas, desde las vías del tren, las hileras de abetos de color verde oscuro, las marcadas líneas de las casas, el orden nítido de los campos y las granjas. Me sorprendía que fuese tan diferente de Francia, aunque lógicamente no había motivo. Era un país distinto, después de todo, como yo misma se lo había señalado a mi padre. La verdadera sorpresa fue darme cuenta de que el paisaje francés que había dejado atrás -las suaves colinas, los viñedos de un verde brillante, el color ladrillo de la' tierra, la luz plateada- ya no me resultaba extraño.
Jacob había dicho por teléfono que me esperaría en la estación. No sabía nada de él, ni siquiera su edad, aunque sospechaba que estaba más cerca de la de mi padre que de la mía. Cuando pisé el andén de Moutier lo localicé al instante: me recordó a mi padre, aunque su pelo no era gris sino castaño, el mismo color del mío antes del cambio. Era muy alto y llevaba un jersey de color crema, estirado, hasta perder la forma, sobre unos hombros que descendían como los brazos de un arco. Cara larga y delgada, casi demacrada, barbilla delicada y brillantes ojos marrones, así como el aire enérgico de un hombre cercano a los sesenta, todavía impulsado por el trabajo, que no se ha incorporado aún al grupo de los que aceptan el descanso de la jubilación, pero consciente de que pronto se incorporará, sin saber aún cómo administrará tanta libertad.
Vino hacia mí dando poderosas zancadas, me sujetó la cabeza con unas manos muy grandes y me besó tres veces en las mejillas.
– Ella, eres igual que tu padre -dijo en un francés muy nítido.
Le sonreí.
– En ese caso debo de parecerme mucho a ti, ¡porque eres igual que mi padre!
Recogió mi maleta, me rodeó con el brazo, y me hizo bajar un tramo de escaleras para llegar a la calle. Luego describió un amplio semicírculo mientras hacía un gesto con todo el brazo.
– Bienvenue á Moutier! -exclamó.
Di un paso al frente y sólo llegué a decir «Cést trés…» antes de caer al suelo.
Me desperté en una habitación blanca, pequeña, rectangular y muy sencilla, como la celda de un monje, con cama, mesa, silla y buró. Detrás de mí había una ventana; al alzar los ojos para mirar fuera, vi, cabeza abajo, la torre blanca de una iglesia, con la esfera negra de un reloj parcialmente oscurecida por un árbol.
Jacob estaba sentado en la silla vecina a la cama; un desconocido de rostro redondo observaba desde el umbral. Yo los miraba, tumbada, incapaz de hablar.
– Ella, tu t 'es évanouie -dijo Jacob amablemente. No había oído nunca la palabra que utilizaba, pero entendí inmediatamente lo que quería decir-. Lucien… -hizo un gesto hacia la persona en el umbral- pasaba con su furgoneta en ese momento y te ha traído hasta aquí. Estábamos intranquilos porque llevas mucho tiempo inconsciente.
– ¿Cuánto? -hice esfuerzos por incorporarme y Jacob me sujetó por los hombros para ayudarme. -Diez minutos. Todo el camino en la furgoneta y luego hasta aquí.
Moví despacio la cabeza.
– No recuerdo nada.
Lucien avanzó con un vaso de agua y me lo entregó.
– Merci -murmuré. Sonrió a modo de respuesta, sin mover apenas los labios. Bebí unos sorbos y luego me toqué la cara; estaba húmeda y pegajosa-. ¿Por qué tengo la cara mojada?
Jacob y Lucien se miraron.
– Has llorado -replicó Jacob.
– ¿Mientras estaba inconsciente?
Mi primo asintió con un movimiento de cabeza y entonces noté que moqueaba, que tenía irritada la nariz y tomada la voz, y que estaba agotada.
– ¿He hablado?
– Recitabas algo.
– J’ai mis en toi mon esperance. Garde-moi, donc, Seigneur. ¿No es eso?
– Sí -replicó Lucien-. Era…
– Te hace falta dormir -interrumpió Jacob-, un poco de descanso. Hablaremos después -me cubrió n una manta delgada. Lucien alzó la mano en un gesto inmóvil de despedida. Correspondí con un movimiento de cabeza y desapareció.
Cerré los ojos y luego los volví a abrir justo en el momento en que Jacob cerraba la puerta.
– Jacob, ¿tiene postigos esta casa?
Hizo una pausa y asomó la cabeza.
– Sí, pero no los uso nunca. No me gustan -sonrió cerró definitivamente la tuerta.
Estaba oscuro cuando, sudorosa y desorientada, me desperté. En la calle había ventanas iluminadas por todas partes; al parecer, nadie utilizaba los postigos. La torre de la iglesia estaba iluminada por un foco. En aquel momento empezaron a repicar las campanas de la torre y las seguí maquinalmente, contando hasta diez: había dormido cuatro horas. Me parecieron días.
Encendí la lámpara de la mesilla de noche. La pantalla era amarilla y arrojaba una suave luz dorada por la habitación. Nunca había estado en un dormitorio tan desprovisto de decoración; tanta sobriedad resultaba extrañamente consoladora. Seguí tumbada un rato, estudiando el efecto de la luz eléctrica, nada convencida de que quisiera levantarme. Pero lo hice al fin; salí de la habitación y bajé a tientas las escaleras a oscuras. Al llegar al piso inferior me encontré en un vestíbulo cuadrado con tres puertas cerradas. Elegí una que dejaba escapar algo de luz por debajo y, al abrirla, me encontré en una cocina muy bien iluminada y pintada de amarillo, con suelo encerado de madera y una hilera de ventanas a lo largo de una de las paredes. Jacob, sentado en una mesa redonda de madera, leía el periódico apoyado en un frutero cargado de melocotones. Una joven de cabellos oscuros y ensortijados, inclinada sobre el fregadero, frotaba una olla. Cuando se volvió al entrar yo, supe de inmediato que era familia de Jacob: tenía el mismo rostro demacrado y la misma barbilla puntiaguda, todo ello suavizado por los mechones de pelo sobre la frente y las tupidas pestañas en torno a unos ojos igualmente marrones. Era más alta que yo y muy esbelta, con largas manos delgadas y muñecas delicadas.
– Ah, Ella, ya te has despertado -dijo Jacob, mientras la joven me besaba tres veces-. Mi hija, Susanne.
Le sonreí.
– Lo siento -les dije a los dos-. No me daba cuenta de que fuera tan tarde. No sé qué es lo que me ha pasado.
– Nada especial. Necesitabas dormir. ¿Comerás algo? -Jacob apartó una silla de la mesa para que me sentara. Luego Susanne y él sacaron queso y salami, pan, aceitunas y ensalada. Era exactamente lo que quería, algo sencillo. No me apetecía que me mimaran demasiado.
Hablamos poco mientras comíamos. Susanne me preguntó en un francés tan nítido como el de su padre si bebería un poco de vino, y Jacob hizo alguna observación sobre el queso, pero, por lo demás, guardamos silencio.
Cuando apartamos los platos y Jacob volvió a llenarme el vaso, Susanne salió de la habitación.
– ¿Te sientes mejor? -me preguntó mi primo.
Desde otra habitación nos llegaron acordes de una música delicada, como de piano pero más metálica. Jacob escuchó durante un momento.
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