– No. Marie irá a la iglesia con nosotros. Ven aquí, Marie.
Marie miró a su madre, luego a su padre. Soltó la mano de Isabelle y fue a colocarse a mitad de camino entre los dos.
– Aquí -Etienne señaló un punto próximo a él.
Marie lo miró con sus ojos azules muy abiertos.
– Papá -dijo en voz muy alta-, si me pegas como pegas a mamá, ¡sangraré!
La indignación aumentó la estatura de Etienne. Dio un paso hacia la niña, pero se detuvo cuando Hannah alzó una mano a modo de advertencia y movió la cabeza. Etienne miró a la multitud: todo el mundo guardaba silencio. Después de lanzar una mirada feroz a Marie, dio media vuelta para dirigirse a casa de Gaspard.
Hannah tomó el camino que llevaba a la granja. Isabelle no se movió.
– Marie -dijo-, ven con nosotras.
Marie siguió en el mismo sitio hasta que Jacob se acercó y le dio la mano.
– Vamos al río -dijo. Su hermana le dejó que se la llevara. Ninguno de los dos volvió la vista atrás.
Jacob jugaba con Marie cuando el frío los obligaba a estar dentro de casa, e inventaba nuevas actividades con sus guijos. Le enseñó a contarlos y a ordenarlos de distintas maneras: por color, por tamaño, por origen. Empezaron a contornear objetos con los guijarros. Colocaron una guadaña en el suelo y pusieron a su alrededor los cantos rodados; luego retiraron la herramienta y dejaron sobre el suelo su silueta en piedra. Hicieron lo mismo con rastrillos, palas, ollas, el banco, blusas, pantalones, sus manos.
– Déjame dibujar tu contorno -sugirió una tarde.
Marie aplaudió y se echó a reír. Luego se tumbó de espaldas en el suelo y Jacob le estiró con cuidado el vestido para que los guijarros enmarcaran su figura completa. Eligió los cantos cuidadosamente. Granito de las Cevenas en torno a la cabeza y el cuello, blanco alrededor del vestido, verde oscuro para piernas, pies y manos. Jacob era meticuloso al seguir las líneas del vestido, señalando incluso el corte de la cintura, el estrecharse de los brazos. Cuando hubo terminado ayudó a Marie a levantarse sin descolocar los guijarros. Todos admiraron la silueta de la niña, brazos y piernas extendidos sobre el suelo de tierra. Isabelle alzó la vista y advirtió que tanto Jacob como Etienne miraban aquella figura con mucha atención. Los labios de Etienne se movían ligeramente.
Está contando, pensó Isabelle. ¿Por qué cuenta? Una oleada de terror la recorrió de pies a cabeza.
– ¡Basta! -gritó, corriendo hacia la silueta y dando patadas a las piedras.
Los meses oscuros después de Navidad fueron los más duros. Hacía tanto frío que sólo abrían la puerta una vez al día, para ir en busca de madera y cáñamo. A menudo el cielo estaba gris, lleno de nieve, y el mundo exterior casi tan oscuro como la casa. Isabelle miraba fuera, con la esperanza de escapar por un momento, pero no encontraba consuelo alguno ni en la pesadez del cielo, ni en la lisa superficie de la nieve, rota de cuando en cuando, a lo lejos, por las negras copas de los abetos o las manchas de las rocas. Cuando el frío la tocaba, lo sentía como una barra de metal apretada contra la piel.
También empezó a sentir en la boca gusto a metal tanto en el denso pan de centeno que Hannah cocía una vez a la semana en el horno comunal, como en la blanda menestra de verduras de todos los días. Isabelle tenía que forzarse para comer, procuraba ignorar el sabor a sangre, ocultar las náuseas. A menudo dejaba que Marie terminase su ración.
Luego empezó a tener picores en el pliegue de los codos y detrás de las rodillas. Al principio se rascaba la piel a través de las capas de ropa: hacía demasiado frío para desnudarse y buscar los piojos. Pero un día descubrió sangre filtrándose a través de la ropa, se remangó y examinó las úlceras: piel seca, plateada, que se desprendía; ásperas manchas rojas, sin rastro de piojos. Isabelle ocultó las manchas herrumbrosas, temerosa de las acusaciones de Etienne si veía sangre.
Por la noche, en la cama, contemplaba la oscuridad y se rascaba moviéndose lo menos posible para que Etienne no se diera cuenta. Escuchaba su respiración regular, con miedo a que se despertara, y prefería no dormir y estar preparada: no sabía para qué, pero esperaba en la oscuridad a que sucediera algo, sin respirar apenas.
Creía que tenía mucho cuidado, pero una noche Etienne le sujetó una mano y descubrió la sangre. Procedió a golpearla y después la poseyó violentamente por detrás. Fue un alivio no tener que verle la cara.
Una tarde Gaspard vino a sentarse junto al fuego de los Tournier.
– El granito está encargado -le dijo a Etienne, al tiempo que sacaba la pipa del bolsillo y alzaba el pedernal para encenderla-. El precio es el convenido y el intermediario tiene las medidas que me diste. Traerá el bloque antes de la Pascua de Resurrección. Ahora dime, ¿quieres más? ¿Más granito para la chimenea?
Etienne negó con la cabeza.
– No podría pagarlo. Y, de todos modos, la piedra caliza de aquí será suficiente para la chimenea. Es el hogar lo que se calienta más y necesita una piedra más dura.
Gaspard rió entre dientes.
– Piensan que estás loco, la gente de la posada. ¿Para qué quiere una chimenea?, preguntan. ¡Ya tiene una casa estupenda!
Se produjo un silencio; Isabelle supo lo que pensaban todos: se acordaban de la chimenea de su antigua casa. Marie se había colocado junto al codo de Gaspard, esperando a que le hiciera cosquillas. El visitante le acarició la barbilla y le tiró de las orejas.
– Eh, quieres una chimenea, mon petit souris, ¿no es eso lo que quieres? ¿No te gusta el humo?
– A quien más le molesta es a mamá -replicó Marie, con una risita.
– Ah, Isabelle -Gaspard se volvió hacia ella- No tienes buen aspecto. ¿Comes lo suficiente?
Hannah frunció el ceño. Etienne habló por ella.
– Hay comida en abundancia en esta casa para quienes la quieren -dijo con aspereza.
– Bien sûr -Gaspard alzó las manos y las movió como si alisara tela arrugada-. Habéis tenido una buena cosecha de cáñamo y disponéis de cabras, todo marcha bien. Excepto que os falta una chimenea para madame -hizo una inclinación de cabeza a Isabelle-. Y madame consigue lo que quiere.
La aludida parpadeó e intentó ver mejor al padre de Pascale a través del humo. El silencio se prolongó de nuevo hasta que Gaspard rió, inseguro.
– ¡Bromeaba! -exclamó-. Os estoy tomando el pelo, eso es todo.
Después de que se marchara, Etienne dio vueltas por la habitación, examinando el fuego desde todos los ángulos posibles.
– El hogar irá aquí, contra esa pared -le explicó a Petit Jean, al tiempo que daba palmadas en la pared más alejada de la puerta-. Atravesaremos el techo por ahí. ¿Te das cuenta? Habrá cuatro pilares aquí -señaló el sitio- para sostener un tejado de piedra que llevará el humo hacia arriba y hacia afuera por el agujero que abriremos en lo más alto.
– ¿Cómo será de grande el hogar, papá? -preguntó Petit Jean-. ¿Tan grande como el de la otra granja?
Etienne miró alrededor antes de posar los ojos en Marie.
– Sí -dijo-, será un hogar muy grande. ¿No te parece, Marie?
Muy pocas veces usaba el nombre de su hija. Isabelle sabía que lo detestaba. Había tenido que amenazar con maldecir sus cosechas para que le permitieran llamar Marie a la niña. Durante todos los años pasados con los Tournier fue la única vez que se atrevió a aprovecharse del miedo que le tenían. Ahora había desaparecido el miedo, y en su lugar había indignación.
Marie frunció el ceño ante la mirada de Etienne. Al seguir mirándola su padre con aquellos ojos suyos fríos y muy abiertos, la niña se echó a llorar. Isabelle la rodeó con el brazo.
– No es nada, chérie, no llores -le susurró, acariciándole el pelo-. Sólo empeorarás las cosas. No llores.
Por encima de la cabeza de Marie vio a Hannah, sentada en el rincón más apartado de la habitación. Por un momento pensó que le pasaba algo raro. Su cara parecía diferente, la telaraña de arrugas más pronunciada. Y entonces se dio cuenta de que la anciana sonreía.
Isabelle empezó a esforzarse por no perder de vista a Marie; la enseñó a hilar, a hacer ovillos con el hilo, a tejer vestiditos para su muñeca. Isabelle la tocaba con frecuencia, la cogía del brazo, le acariciaba el pelo, como para asegurarse de que la niña seguía a su lado. Le mantenía la cara limpia, frotándosela con un paño todos los días para que brillara a través de la oscuridad del humo.
– Necesito verte, ma petite -explicaba, aunque Marie nunca le pedía explicaciones.
Isabelle mantenía a Hannah lejos de la niña todo lo que le era posible, colocándose incluso entre las dos. No siempre lo conseguía. Un día Marie se presentó ante Isabelle con labios lustrosos.
– ¡Mémé me ha untado el pan con tocino! -exclamó.
Isabelle frunció el ceño.
– Quizá quiera darte un poco mañana -continuó su hija-, para engordarte también a ti. Te estás quedando muy delgada, mamá. Y estás muy cansada.
– ¿Por qué quiere Mémé que estés gorda?
– Quizás soy especial.
– Nadie es especial a los ojos de Dios -dijo Isabelle con severidad.
– Pero el tocino estaba bueno, mamá. Tan bueno que quiero más.
Una mañana a Isabelle le despertó el ruido del agua y supo que había terminado el invierno.
Etienne abrió la puerta para dejar entrar la luz del sol y un calor que el cuerpo de Isabelle agradeció al instante. La nieve se derretía por todas partes y formaba arroyuelos que corrían hacia el río. Los niños salieron disparados de la casa como si hubieran estado atados, corriendo y riendo, con pellas de barro pegadas a los zapatos.
Isabelle se arrodilló en la huerta y dejó que el barro le empapara las rodillas. Como todos los demás estaban tan ocupados con la llegada de la primavera, la habían dejado sin vigilancia y estaba sola por vez primera desde hacía meses. Inclinó la cabeza y empezó a rezar en voz alta.
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