– Pero… -no estaba en condiciones de discutir. Si argumentaba que no todas las americanas se vuelven a casa con el rabo entre las piernas (aunque era cierto que yo había considerado esa posibilidad en los momentos de mayor alienación), Claude se limitaría a sacar a relucir el hecho de que estaba casada. No sabía qué era lo que estaba subrayando más; quizá fuera parte de su estrategia. Me caía demasiado mal para insistir.

Lo que estaba presentando como verdad indiscutible era que yo no le convenía a Jean-Paul

Con aquella idea -a lo que se añadía la falta de sueño y lo absurdo que era estar sentada en aquel banco con aquel individuo que me decía cosas que ya sabía- terminé por venirme abajo. Me incliné hacia adelante, los codos en las rodillas, ahuequé las manos alrededor de los ojos como para protegerlos de la excesiva luz del sol y empecé a llorar en silencio.

Claude se irguió.

– Lo siento, Ella. No he dicho esas cosas para hacerte sufrir.

– ¿De qué otra manera esperaba que reaccionase? -repliqué con tono cortante. Hizo el mismo gesto de derrota con las manos que había hecho la noche anterior.

Me sequé las manos húmedas en el vestido y me puse en pie.

– Tengo que marcharme -murmuré, apartándome el pelo de la cara. No fui capaz ni de darle las gracias ni de despedirme.

Lloré durante todo el camino a casa.


La Biblia era como un reproche encima de la mesa. No soportaba estar sola en una habitación, pero no tenía mucho donde elegir. Necesitaba hablar con una amiga; eran mujeres quienes de ordinario me ayudaban a superar los momentos de crisis. Pero era medianoche en Estados Unidos; además, el teléfono nunca funcionaba bien. Y en Lisle-sur-Tarn no tenía a nadie a quien hacer confidencias. Lo más cerca que había estado de encontrar un alma gemela era Mathilde, pero disfrutó de tal manera coqueteando con Jean-Paul que quizá no le gustara demasiado saber lo que había sucedido.

Más avanzada la mañana recordé que tenía una clase de francés en Toulouse por la tarde. Llamé a madame Sentier y le dije que no podía ir porque estaba enferma. Al preguntarme qué me pasaba, dije que era una fiebre estival.

– Ah, ¡necesita que alguien cuide de usted! -exclamó.

Sus palabras hicieron que me acordase de mi padre, de su miedo a que me sintiera perdida en Europa sin ayuda de nadie. «Llama a Jacob Tournier si tienes problemas», me había dicho. «Cuando surgen dificultades es bueno tener familia cerca.»


Jean-Paul:

Me voy con mi familia. Me ha parecido lo mejor que podía hacer. Si me hubiera quedado en Lisle, el sentimiento de culpa habría acabado conmigo. Me he llevado tu camisa azul.

Perdóname.

Ella


A Rick no le mandé una nota. Llamé a su secretaria y le dejé un mensaje lacónico.

7. El vestido

Nunca estaba sola. Siempre se quedaba alguien con ella: Etienne o Hannah o Petit Jean. Por lo general Hannah, que era lo que Isabelle prefería. Hannah no podía o no quería hablar con ella, y era demasiado mayor y frágil para hacerle daño. Temía las manos de un Etienne que ahora se dejaba llevar por la ira y tampoco se fiaba de Petit Jean, con su navaja y la sonrisa permanente en los ojos.

¿Cómo hemos llegado a esto?, se preguntaba, las manos detrás del cuello y los codos contra el pecho. ¿Cómo es posible que ni siquiera me pueda fiar de mi hijo? Desde el devant-huis contempló, más allá de los monótonos campos blancos, las montañas oscuras y el cielo gris. Hannah estaba en la puerta, tras ella. Etienne siempre sabía lo que su mujer había hecho, aunque Isabelle nunca había sorprendido a su suegra hablando con él.

– ¡Mémé, cierra la puerta! -gritó Petit Jean desde dentro.

Isabelle miró por encima del hombro a la habitación oscura y llena de humo y se estremeció. Habían tapado las ventanas y mantenían cerrada la puerta; el humo se acumulaba hasta convertirse en una nube espesa, asfixiante. A Isabelle le escocían los ojos y la garganta y había empezado a dar vueltas por la habitación pesadamente, con la lentitud de alguien que se mueve dentro del agua. Sólo en el devant-huis podía respirar normalmente a pesar del frío.

Hannah tocó a Isabelle en el brazo, movió la cabeza en dirección al fuego y se apartó para dejarla pasar.


Hilaban todo el día durante el invierno, con innumerables montones de cáñamo que esperaban en el granero. Mientras trabajaba, Isabelle se acordaba de la suavidad de la tela azul, y se hacía la ilusión de que era lo que tenía entre las manos, en lugar de la fibra basta que le raspaba la piel y le llenaba los dedos de cortes diminutos. Nunca conseguía con el cáñamo un hilo tan fino como con la lana de las Cevenas.

Sabía que Jacob tenía que haber escondido la tela en algún sitio, tal vez en el bosque o en el granero, pero nunca se lo había preguntado. Tampoco había tenido oportunidad; pero, aunque se hubieran quedado a solas, le habría dejado guardar el secreto. De lo contrario, Etienne podría hacerla confesar a fuerza de golpes.

Le resultaba muy difícil pensar en medio del humo, enfrentada al cáñamo interminable, a la oscuridad, al silencio acolchado de la habitación. Etienne la miraba a menudo con fijeza y no apartaba los ojos cuando su mujer le devolvía la mirada. Sin pestañas, los ojos de su marido resultaban más duros e Isabelle no podía mirarlos sin sentirse amenazada y culpable.

Empezó a hablar menos, a quedarse callada junto al fuego por la noche, y ya no contaba historias a los niños, ni cantaba ni reía. Se sentía encoger y pensaba que si guardaba silencio quizá se hiciera menos visible y pudiera escapar a las sospechas que la tenían atrapada, a la amenaza sin nombre que flotaba en el aire.


Primero soñó con el pastor en un retamal. Arrancaba las flores amarillas y luego las aplastaba entre los dedos. Échalas en agua caliente y bébetela, le dijo él. Te pondrás bien. Le había desaparecido la cicatriz y, cuando Isabelle le preguntó por ella, el pastor le dijo que se le había corrido a otra parte del cuerpo.

La vez siguiente soñó que su padre hurgaba en las cenizas de una chimenea caída, rodeado por las ruinas humeantes de una casa. Isabelle lo llamó, pero estaba tan concentrado en su búsqueda que no alzó la vista.

Luego apareció una mujer. Isabelle nunca logró verla de frente. Se colocaba en umbrales, junto a unos árboles y en cierta ocasión al lado de un río que se parecía al Tarn. Su presencia era consoladora, aunque nunca decía nada ni se acercaba lo bastante como para que Isabelle la viera con claridad.

Pasada la Navidad cesaron aquellos sueños.

La mañana del veinticinco de diciembre la familia se vistió de negro, como era habitual; utilizaban ya la ropa que habían hecho ellos con la cosecha de cáñamo.

La tela era dura y basta, pero duraría mucho. Los niños se quejaban de que arañaba y picaba. Isabelle estaba de acuerdo pero no decía nada.

En el exterior de la iglesia de Saint Pierre vieron a Gaspard entre la multitud allí congregada y se acercaron a saludarlo.

– Écoute, Etienne -dijo Gaspard-, he encontrado a un individuo en la posada que te puede conseguir el granito para la chimenea. En Francia, a un día de camino de aquí, hay una cantera, cerca de Montbéliard. En primavera te puede traer un bloque grande para el hogar. Dime el tamaño y le mandaré un mensaje con el próximo viajero que pase por allí.

Etienne asintió con un gesto.

– ¿Le has dicho que pagaré en cáñamo?

– Bien sûr.

Etienne se volvió hacia las mujeres.

– Construiremos la chimenea en primavera -dijo en voz baja para que sus vecinos suizos no le oyesen y se ofendieran.

– Demos gracias a Dios -replicó Isabelle de manera maquinal.

Etienne la miró con ferocidad, apretó los labios y se volvió en el momento en que Pascale se reunía con ellos. La muchacha hizo una inclinación de cabeza a Hannah, y sonrió indecisa a Isabelle. Se habían visto varias veces en la iglesia pero nunca habían llegado a hablar.

El pastor, Abraham Rougemont, se acercó. Mientras saludaba a Hannah, Isabelle aprovechó la oportunidad para hablar en voz baja con Pascale.

– Siento no haber ido a verte. Me es… difícil ahora.

– Saben algo… sobre…

– No. No te preocupes.

– Isabelle, tengo la…

Se detuvo, asustada, porque Hannah había aparecido junto a Isabelle, la boca crispada, los ojos fijos en el rostro de Pascale.

La muchacha se debatió un instante y luego dijo con sencillez:

– Que Dios vele por vosotros este invierno.

Isabelle sonrió apenada.

– Y también por vosotros.

– ¿Vendréis a nuestra casa entre los servicios?

– Bien sûr.

– Me alegro mucho. Vamos a ver, Jacob, ¿qué tienes para mí esta vez, chéri?

El niño se sacó del bolsillo una piedra de color verde mate, con forma de pirámide, y se la dio.

Isabelle se encaminó hacia la iglesia. Al mirar hacia atrás vio a Jacob hablando en voz baja con Pascale.

Después del servicio matutino Etienne se volvió hacia ella.

– Mamá y tú volvéis a casa ahora -murmuró.

– Pero el servicio en Chaliéres…

– Tú no vas a ir, La Rousse.

Isabelle abrió la boca, pero no llegó a decir nada al ver la posición de los hombros de su marido y la expresión de sus ojos. No voy a ver a Pascale, pensó. Tampoco veré a la Virgen en la capilla. Cerró los ojos y apretó los brazos contra los lados de la cabeza, como si esperase un golpe.

Etienne la agarró por un codo y la sacó sin miramientos de entre la multitud.

– Vete -dijo, empujándola en dirección a su casa. Hannah se colocó junto a ella.

Isabelle extendió una mano, tenso el brazo.

– Marie -llamó. Su hija saltó para acudir a su lado.

– Mamá -dijo la niña, tomando la mano que se le tendía.