El dormitorio era austero, pero contenía la cama más grande que había visto nunca. Una ventana daba al campo; no le dejé que cerrase las contraventanas.

Lo sentí como un largo movimiento único. No tenía ningún sentido pensar: «Ahora estoy haciendo esto, ahora él está haciendo eso». No había pensamiento, sólo dos cuerpos que se reconocían, que se completaban.

No nos dormimos hasta que salió el sol.


Me desperté en medio de una luz cegadora y en una cama vacía. Me incorporé y miré a mi alrededor. Había dos mesillas de noche, una llena de libros, un póster enmarcado, negro y violeta, que anunciaba un concierto de jazz, en la pared sobre la cama, y en el suelo una estera toscamente tejida del color del trigo. Fuera, los campos de detrás de la casa eran de un verde brillante y se extendían hasta muy lejos, hasta una hilera de plátanos y una carretera. Todo tenía el mismo aire de sencillez que la ropa de Jean-Paul.

Se abrió la puerta y entró él, vestido de negro y blanco, con una tacita de café solo. La colocó en la mesilla y se sentó en el borde de la cama, junto a mí.

– Gracias por el café.

Hizo un gesto con la cabeza.

– Ella, me tengo que ir a trabajar.

– ¿Estás seguro?

Sonrió por toda respuesta.

– Me parece que no he dormido nada -dije.

– Tres horas. Puedes seguir durmiendo si quieres.

– Sería bien extraño quedarme en esta cama sin ti.

Me pasó una mano, arriba y abajo, por la pierna.

– Si quieres, quizá puedas esperar hasta que no haya tanta gente en la calle.

– Supongo que sí -oí entonces por primera vez los gritos de los niños que pasaban; era como derribar una pared de una patada, la primera intromisión del mundo exterior. Con ella llegó el desagradable sigilo, la necesidad de ser cautos. No tenía seguridad de estar preparada para aquello, ni para que a Jean-Paul le preocupase tanto.

Adelantándose a mis pensamientos me sostuvo la mirada y dijo:

– Estoy pensando en ti. No en mí. Para mí es diferente. Para los hombres siempre es diferente aquí.

Hablar con tanta sinceridad fue una lección de sensatez que me obligó a pensar.

– Esta cama… -hice una pausa-. Es demasiado grande para una persona. Y no tendrías dos mesillas y dos lámparas si aquí sólo durmieras tú.

Jean-Paul estudió mi expresión. Luego se encogió de hombros; con aquel gesto volvimos de verdad al mundo.

– Viví con una mujer una temporada. Se marchó hace cosa de año y medio. La cama fue idea suya.

– ¿Estabais casados?

– No.

Le puse una mano en la rodilla y apreté.

– Lo siento -dije en francés-. No tendría que haberlo mencionado.

Se encogió de hombros una vez más, luego me miró y sonrió.

– ¿Sabes, Ella Tournier? Tanto hablar en francés anoche ha hecho que te crezca la boca. ¡Estoy seguro!

Me besó y sus pestañas brillaron al sol.

Cuando la puerta de la calle se cerró tras él, todo pareció cambiar. Nunca había sentido tanta extrañeza en una casa ajena. Me senté muy tensa en la cama, me bebí el café y dejé la taza. Escuché a los niños fuera, los coches que pasaban, alguna Vespa de cuando en cuando. Echaba espantosamente de menos a Jean-Paul y quería marcharme cuanto antes, pero me sentía atrapada por los ruidos del exterior.

Finalmente me levanté y me duché. Mi vestido amarillo estaba arrugado y olía a humo y a sudor. Cuando me lo puse me sentí como una cualquiera. Quería irme a casa, pero me obligué a esperar a que las calles estuvieran más tranquilas. Mientras esperaba pasé revista a los libros de la sala de estar. Había muchos sobre historia de Francia, muchas novelas, unos cuantos libros en inglés: John Updike, Virginia Woolf, Edgar Allan Poe. Una extraña combinación. Me sorprendió que no tuvieran ningún orden discernible: la narrativa se mezclaba con los otros géneros y ni siquiera se respetaba el orden alfabético. Al parecer Jean-Paul no traía a casa los hábitos de su trabajo profesional.

Una vez que estuve segura de que la calle se había despejado, me sentí poco dispuesta a marcharme, sabedora de que una vez que me fuera no iba a poder volver. Recorrí de nuevo las habitaciones. Del armario del dormitorio saqué la camisa de color azul pálido que Jean-Paul llevaba la noche anterior, hice un rebujo con ella y me la guardé en el bolso.

Al salir tuve la sensación de hacer una gran entrada teatral, aunque hasta donde me era posible ver carecía de público. Corrí escaleras abajo, me dirigí muy deprisa hacia el centro del pueblo, y respiré más tranquila al llegar a la zona por la que caminaba con frecuencia todas las mañanas, aunque sintiéndome todavía desprotegida. Estaba convencida de que todo el mundo me miraba, veía las arrugas del vestido, las ojeras. Vamos, Ella, siempre te miran, traté de darme ánimos. Te pasa porque sigues siendo una forastera, no porque acabes de… No fui capaz de terminar la frase.

Sólo al llegar a nuestra calle comprendí de pronto que no quería volver al hogar conyugal. Vi nuestra casa y la náusea me golpeó como una ola. Me detuve y me apoyé en la pared de los vecinos. Cuando entre; pensé, no me quedará otro remedio que enfrentarme con la culpa. Me quedé allí mucho tiempo. Luego di media vuelta y me dirigí hacia la estación de ferrocarril. Al menos podía empezar por recuperar el automóvil; aquello me daba una excusa muy concreta para retrasar el resto de mi vida. Hice el viaje en las nubes, con una sensación mitad dulce, mitad agria, y estuve a punto de olvidarme del cambio de trenes en la estación siguiente para tomar el de Lavaur. A mi alrededor viajaban hombres de negocios, mujeres con sus compras, adolescentes que coqueteaban Me parecía muy extraño que hubiera sucedido algo tan extraordinario y que, sin embargo, no lo supiera nadie a mi alrededor. «Tiene usted la más mínima idea de lo que acabo de hacer?», quería decirle a la adusta mujer que hacía punto frente a mí. «Usted también lo habría hecho?»

Pero los sucesos de mi vida le tenían sin cuidado al tren y al resto del mundo. Se seguía cociendo pan, bombeando gasolina, haciendo quiches, y los trenes seguían circulando a su hora. Incluso Jean-Paul trabajaba, aconsejando a señoras ancianas sobre novelas románticas. Y Rick asistía a sus reuniones alemanas en estado de perfecta ignorancia. Contuve el aliento: sólo yo no llevaba el paso, y mi única ocupación era recoger un coche y sentirme culpable.

Tomé café en un bar de Lavaur antes de ir en busca del automóvil. Cuando estaba abriendo la portezuela, oí a mi izquierda «Eh, l'américaine!», y al volverme descubrí al calvo prematuro con el que me había peleado la noche anterior, que se dirigía hacia mí. Tenía ya una barba de tres días. Abrí la portezuela por completo y me recosté en el coche detrás de ella, un escudo entre él y yo.

– Salut -dije.

– Salut, m-adame -comprendí que su uso del «madame» no era casual.

– Je m 'appelle Ella -respondí con frialdad.

– Claude -me tendió la mano y la estreché ceremoniosamente. Me sentía un poco ridícula. Todas las claves de lo que acababa de hacer estaban delante de él como en un escaparate: el coche aún en Lavaur, mi vestido arrugado de la noche anterior, el cansancio patente en mi rostro, todo le llevaría a la misma conclusión. La pregunta era si poseía el tacto necesario para no mencionarlo. Sobre aquello último tenía mis dudas.

– ¿Qué tal un café?

– No, muchas gracias. Acabo de tomarme uno.

Sonrió.

– Vamos, tómate un café conmigo -hizo un gesto como de pastor que reúne a sus ovejas y echó a andar alejándose. No me moví. Se volvió para mirar, se detuvo y empezó a reír-. Vaya, vaya, ¡eres difícil! Como un gatito con las uñas así… -imitó una zarpa con dedos tiesos y doblados- y el pelo erizado. De acuerdo, no quieres un café. Está bien, pero ven a sentarte conmigo en ese banco un momento. ¿Okey? Eso es todo. Tengo algo que decirte.

– ¿Qué?

– Quiero ayudarte. No, eso no es verdad. Quiero ayudar a Jean-Paul. Así que siéntate. Sólo un segundo -se acomodó en un banco cercano y me miró expectante. Acabé por cerrar la portezuela del coche, llegar hasta donde estaba y sentarme a su lado. En lugar de mirarlo, mantuve todo el tiempo los ojos en el jardín que teníamos enfrente, donde cuidadosas combinaciones florales estaban empezando a abrirse.

– ¿Qué es lo que me quiere decir? -tuve buen cuidado de utilizar el usted con él, para contrarrestar su tono familiar conmigo. No sirvió de nada.

– Jean-Paul, quizá no lo sabes, es un buen amigo de Janine y mío. De todos nosotros en La Taverne -sacó un paquete de cigarrillos y me lo ofreció. Lo rechacé con un movimiento de cabeza; él encendió uno, se recostó, cruzó las piernas a la altura de los tobillos y se estiró.

– Sabes que vivió un año con una mujer -continuó.

– Sí. ¿Y qué?

– ¿Te ha contado algo sobre ella?

– No.

– Era americana.

Lancé una rápida ojeada a Claude para ver qué reacción esperaba de mí, pero seguía el tráfico con los ojos y no me reveló nada.

– ¿Y gorda?

Claude rió a carcajadas.

– ¡Caramba! -gritó-. Eres… Entiendo por qué le gustas a Jean-Paul. ¡Una gatita!

– ¿Por qué se marchó la americana?

Se encogió de hombros, al tiempo que se le apagaba la risa.

– Echaba de menos su país y sentía que no encajaba aquí. Decía que la gente no era amable. Se distanció sin remedio.

– Dios santo -murmuré en inglés, incapaz de contenerme. Claude se inclinó hacia adelante, las piernas separadas, los codos en las rodillas, las manos colgando. Lo miré-. ¿Jean-Paul todavía la quiere?

Se encogió de hombros.

– Se ha casado.

Eso no es una respuesta. Mírame, pensé, pero no se lo dije.

– No sé si lo entenderás -prosiguió-, pero protegemos un poco a Jean-Paul. Conocemos a una americana bonita, con mucho genio, como una gatita, que se ha fijado en Jean-Paul pero que está casada, y pensamos… -volvió a encogerse de hombros- que quizá no sea demasiado conveniente para él, aunque sabemos que él no lo ve así. O que lo ve pero que la chica es una tentación de todos modos.