El otro sonrió sarcásticamente.
– Pero no estás gorda. ¿Por qué no eres como los demás americanos? -se hinchó los carrillos y unió las manos en torno a una barriga imaginaria.
Descubrí una cosa importante acerca de mi francés: cuando estaba enfadada salía como el chorro de un motor a reacción.
– Hay americanos gordos, pero, por lo menos, ¡no tienen la boca tan grande como los franceses!
La mesa estalló en risas, incluido mi interlocutor. De hecho parecía preparado para más. Maldita sea, pensé. He mordido el anzuelo y ahora me va a atacar durante horas.
Se inclinó hacia adelante.
Vamos, Ella, la mejor defensa es el ataque. Era la frase favorita de Rick; casi le oía decirla.
Lo interrumpí antes de que pudiera decir la primera frase.
– Los Estados Unidos, veamos. Por supuesto va usted a mencionar, espere, tengo que ordenarlo bien. Vietnam. No, quizá ponga primero las películas y la televisión americanas, Hollywood, McDonald's en Les Champs Elysées -conté con los dedos-. Luego Vietnam. Y violencia y armas de fuego. Y la CIA, sí, hay que mencionar a la CIA varias veces. Y quizá, si es comunista (¿es usted comunista, monsieur?), tal vez mencione Cuba. Pero a la larga sacará a relucir la Segunda Guerra Mundial, en la que los americanos entraron tarde y nunca fueron ocupados por los alemanes como los pobres franceses. Ésa es la piéce de résistance, n ést-ce pas?
Cinco personas me sonreían mientras el otro hacía mohines y Jean-Paul se llevaba el vaso vacío a la boca para ocultar la risa.
– Ahora bien -continué-. Dado que es francés, quizá tendría que preguntarle si los franceses, como colonizadores, trataron mejor a los vietnamitas. ¿También está muy orgulloso de lo que sucedió en Argelia? ¿Y del racismo que hay aquí contra los norteafricanos? ¿Y de las pruebas nucleares en el Pacifico? Vamos a ver, es francés, de manera que, por supuesto, representa a su gobierno, está de acuerdo con todo lo que hace, ¿no es cierto? Tonto del culo -añadí en un susurro y en inglés. Sólo Jean-Paul se enteró y me miró asombrado. Sonreí. No muy propio de una dama, a decir verdad.
El tipo con cara de niño se colocó las puntas de los dedos sobre el pecho y luego las lanzó hacia fuera en un gesto de derrota.
– Estábamos hablando de Frank Sinatra y Nat King Cole. Tendrá que disculpar mi francés, a veces me lleva algún tiempo decir lo que quiero. Y lo que quería decir era que no se oye su… ¿cómo lo llaman ustedes? -me puse la mano en el pecho y respiré hondo.
– Respiration -sugirió Janine.
– Sí. No se la oye cuando canta.
– Dicen que lo consigue gracias a una técnica de respiración circular que aprendió de… -uno de los contertulios al otro extremo de la mesa estaba ya completamente lanzado, para gran alivio mío.
Jean-Paul se puso en pie.
– Tengo que tocar ahora -me dijo sin levantar la voz-. ¿Te quedarás?
– Sí.
– Estupendo. Sabes defender tu punto de vista, ¿no?
– Cómo?
– Ya sabes, pelear por… -señaló hacia el fondo de la sala.
– ¿Empezar una pelea en un bar?
– No, no -pasó el dedo por la esquina de la mesa.
– Oh, defender mi rincón. Sí. Estaré perfectamente. Todo en orden.
Y así fue. Nadie sacó a relucir ningún otro tópico sobre norteamericanos, conseguí hacer alguna aportación a la charla de cuando en cuando y, si no entendía de qué estaban hablando, me limitaba a escuchar la música.
Jean-Paul tocó algunos números de cafetín; luego Janine lo acompañó. Recorrieron todo un repertorio de canciones: Gershwin, Cole Porter, varias piezas francesas.
Hubo un momento en el que se consultaron brevemente; luego, después de lanzarme una mirada, Janine empezó a cantar Let's Call The Whole Thing Off de la película Ritmo loco, con partitura de Gershwin, mientras Jean-Paul sonreía con la mirada en el teclado.
Después la gente se fue marchando y Janine vino asentarse frente a mí. Sólo quedábamos tres personas en la mesa y funcionábamos ya con ese cómodo silencio de la madrugada, cuando ya se ha dicho todo. Incluso el calvo estaba callado.
Jean-Paul seguía tocando: música tranquila, contemplativa, unos pocos acordes que subrayaban sencillas líneas melódicas. Fluctuaba entre música clásica y jazz, una combinación de Eric Satie y Keith Jarrett.
Me incliné hacia Janine.
– ¿Qué está tocando?
Sonrió.
– Música suya; también compone.
– Es muy hermosa.
– Sí. Sólo la toca de madrugada.
– ¿Qué hora es?
Janine miró su reloj de pulsera. Eran casi las dos.
– ¡No me había dado cuenta de que fuese tan tarde!
– ¿No tiene reloj?
Le enseñé las muñecas.
– Me lo he dejado en casa -nuestros ojos se posaron al mismo tiempo en mi alianza; de manera instintiva escondí las manos. Aquella sortija era tan parte de mí que la había olvidado por completo. Si me hubiera dado cuenta, lo más probable era que tampoco me la hubiese quitado: habría sido un gesto demasiado calculado.
Me encontré con los ojos de Janine y me ruboricé, lo que empeoró las cosas. Por un momento pensé en ir al aseo y quitarme la alianza, pero sabía que Janine se fijaría, de manera que escondí las manos colocándolas sobre el regazo y cambié de tema, preguntándole dónde había comprado la blusa que llevaba. Janine captó la insinuación.
Pocos minutos después el resto de la mesa decidió marcharse. Para sorpresa mía Janine se fue con el calvo prematuro. Los dos se despidieron de mí agitando alegremente la mano, Janine le tiró un beso a Jean-Paul y desaparecieron con el resto de los rezagados. Estábamos solos a excepción del barman, que recogía vasos y pasaba un trapo por las mesas.
Jean-Paul terminó la pieza que estaba tocando y permaneció inmóvil unos instantes. El barman silbaba desafinadamente mientras colocaba las sillas sobre las mesas.
– Eh, François, dos whiskies aquí si no te sientes demasiado tacaño.
François hizo una mueca, pero se colocó detrás del mostrador y sirvió tres vasos. Me colocó uno delante con una breve inclinación de cabeza y dejó otro encima del piano. Luego retiró el cajón de la registradora y, manteniéndola en equilibrio con una mano y sujetando el vaso en la otra, desapareció en la trastienda.
Jean-Paul y yo alzamos los vasos y bebimos al mismo tiempo.
– Tienes una luz muy agradable sobre la cabeza, Ella Tournier -miré el suave foco amarillo situado encima de mí, que añadía a mi pelo toques de cobre y oro. Luego volví los ojos hacia Jean-Paul, que tocaba un suave acorde bajo.
– ¿Fuiste al conservatorio?
– Sí, cuando era joven.
– ¿Conoces algo de Eric Satie?
Dejó el vaso y empezó a tocar una pieza que reconocí, con ritmo de cinco por cuatro y una melodía uniforme, descarnada. Iba perfectamente con la sala, la luz, la hora. Mientras tocaba coloqué las manos sobre el regazo y me quité la alianza, dejándola caer en el bolsillo del vestido. Cuando terminó, Jean-Paul dejó un momento las manos sobre el teclado, luego cogió el vaso y lo apuró.
– Tenemos que irnos -dijo, poniéndose en pie-. François necesita dormir.
Salir a la calle fue como volver al mundo después de haber padecido la gripe una semana: la realidad era grande y extraña y yo apenas estaba en condiciones de orientarme. Había refrescado y brillaban las estrellas sobre nuestras cabezas. Pasamos junto a los postigos con la imagen de la mujer y los soldados.
– ¿Quién es? -pregunté.
– La Dame du Plô. Una mártir cátara del siglo XIII. Los soldados la violaron, luego la tiraron a un pozo y lo llenaron de piedras.
Me estremecí y Jean-Paul me rodeó con el brazo.
– Vamos -dijo-, o me acusarás de hablar de cosas indebidas en el momento más inadecuado.
Me eché a reír.
– Como Goethe.
– Sí, como Goethe.
Algún tiempo antes me había preguntado si llegaría un momento en el que tuviéramos que decidir algo, debatirlo, analizarlo. Ahora que había llegado ese momento, estaba claro que habíamos negociado toda la velada en silencio y que ya se había tomado una decisión. Era un descanso no decir nada, sólo ir andando hasta su coche y entrar. De hecho, apenas hablamos durante el camino de vuelta a Lisle. Cuando pasamos junto a la catedral de Lavaur, Jean-Paul reparó en mi coche, solo en el aparcamiento.
– Tu coche -dijo, una declaración más que una pregunta.
– Mañana vendré en tren -eso fue todo; ningún problema.
Cuando salimos de la ciudad al campo le pedí que descorriera el techo del Dos Caballos. Lo hizo sin que tuviéramos que detenernos. Apoyé la cabeza en su hombro, me rodeó con un brazo y acarició el mío, descubierto, mientras me recostaba en el asiento y contemplaba los plátanos, que pasaban veloces por encima de nuestras cabezas.
Cuando cruzamos el puente sobre el Tarn para entrar en Lisle me senté de una manera más convencional. Incluso a las tres de la madrugada parecía necesario cierto decoro. Jean-Paul vivía en un apartamento en el otro extremo del pueblo, muy cerca de donde empezaba el campo. Incluso así sólo tardaría diez minutos en llegar andando a mi casa, un detalle que estaba esforzándome por olvidar.
Aparcamos y nos apeamos; luego, juntos, volvimos a colocar el techo del coche. Las casas de alrededor estaban a oscuras y con los postigos cerrados. Por un tramo de escaleras en el exterior de una casa lo seguí hasta su puerta. Me detuve nada más entrar, mientras Jean-Paul encendía una lámpara que iluminó una habitación muy ordenada, con las paredes cubiertas de libros.
Luego se volvió y me tendió la mano. Tragué con dificultad; tenía un nudo en la garganta. Cuando llegó el momento decisivo, estaba aterrada.
Finalmente le cogí la mano y lo atraje hacia mí, lo rodeé con los brazos y me colgué de su espalda, mi nariz en su cuello. Entonces desapareció el miedo.
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