Si Jean-Paul advirtió aquella implicación gramatical, no lo dejó traslucir.

– Non, le Fina -dijo.

– Gracias por conducir -continué, en francés

– No tiene importancia. ¿Puedes seguir tú?

– Sí -me sentía perfectamente despejada de repente, y centrada en la presión de su mano sobre la mía-. Jean-Paul -empecé, deseosa de decir algo, pero sin saber qué.

No respondió durante unos instantes. Luego dijo:

– Nunca llevas colores vivos.

Me aclaré la garganta.

– No, la verdad es que no. No desde que era adolescente.

– Ah. Goethe decía que los colores vivos sólo les gustan a los niños y a las personas sencillas.

– ¿Eso es un cumplido? Me gustan las fibras naturales, eso es todo. Algodón y lana y sobre todo… ¿cómo se llama esto en francés? -me señalé la manga con un gesto; Jean-Paul separó su mano de la mía y frotó la tela entre índice y pulgar, rozándome la piel descubierta con los otros dedos.

– Le lin. ¿Y en inglés?

– Lino. Siempre llevo lino, sobre todo en verano. Queda mejor con colores naturales, blanco y marrón y… -la voz se me fue apagando. El vocabulario sobre colores de telas no era uno de mis puntos fuertes en francés; ¿cuáles eran las palabras para piedra pómez, caramelo, marrón rojizo, crudo, sepia, ocre?

Jean-Paul soltó la manga y volvió a colocar su mano en el volante. Contemplé la mía, perdida sobre su brazo, después de haber superado tantas inhibiciones para llegar hasta allí, y tuve ganas de llorar. A regañadientes la retiré y me la puse bajo el otro brazo, cubriéndome mejor los hombros con su chaqueta y volviéndome para mirar de frente. ¿Por qué estábamos allí, hablando de mi ropa? Tenía frío; me quería ir a casa.

– Goethe -resoplé, clavando los tacones en el suelo y empujando, impaciente, con la espalda el respaldo del asiento.

– ¿Qué pasa con Goethe?

Caí en el inglés.

– Tenías que sacar a alguien como Goethe en este momento.

Jean-Paul tiró por la ventanilla la colilla de su cigarrillo y subió el cristal. Abrió la portezuela, salió del coche y estiró las piernas. Le pasé la chaqueta y me corrí al asiento del conductor. Se puso la americana, luego se inclinó hacia el coche, una mano en lo alto de la portezuela la otra en el techo. Me miró, movió la cabeza y suspiró, un silbido exasperado entre dientes que rechinan.

– No me gusta meterme entre una pareja -murmuro en inglés-. Ni siquiera cuando se me van los ojo tras la mujer, que discute conmigo sin parar y hace que me enfade y que la desee al mismo tiempo -se inclino y me besó con brusquedad en las dos mejillas. Empezaba a erguirse cuando mi mano, mi mano audaz, traicionera, se alzó, le rodeó el cuello y le empujó el rostro hacia el mío.

Hacía años que sólo besaba a Rick y había olvida do lo diferentes que podían ser los labios de otra persona Los de Jean-Paul eran suaves pero firmes, y apenas daban una indicación de lo que había debajo. Su olor era embriagador; me aparté de la boca, froté la mejilla contra la lija de su mandíbula, enterré la nariz en la base de su cuello y aspiré. Jean-Paul se arrodilló y me empujó la cabeza hacia atrás, pasándome los dedos por el pelo como si fuera las púas de un peine. Me sonrió.

– Pareces más francesa con el pelo rojo, Ella Tournier.

– No me lo he teñido, de verdad.

– Nunca dije que lo hubieras hecho.

– Fue Ri… -los dos nos tensamos. Los dedos de Jean-Paul se inmovilizaron-. Lo siento -dije- No quería -suspiré y me lancé de cabeza-. ¿Sabes? Nunca pensé que no fuese feliz con Rick, pero ahora siento que hay algo que no… Como si fuésemos un rompecabezas con todas las piezas en su sitio, pero la escena no es la que aparecía en la caja -se me hizo un nudo en la garganta y dejé de hablar.

Jean-Paul me retiró la mano de la cabeza.

– Ella, nos hemos besado. Eso no significa que tu matrimonio se derrumbe.

– No, pero… -me detuve. Si tenía dudas sobre mi relación con Rick, tendría que contárselas a él.

– Quiero seguir viéndote -dije-. ¿Todavía puedo?

– En la biblioteca, sí. No en la gasolinera -me besó la palma de la mano-. Au revoir, Ella Tournier. Bonne nuit.

– Bonne nuit.

Jean-Paul se puso en pie. Subí el cristal de la ventanilla y le contemplé mientras se dirigía hacia su coche de hojalata y se metía dentro. Puso el motor en marcha, tocó suavemente el claxon y se alejó. Sentí alivio al ver que no insistía en esperar a que saliera yo primero. Seguí con la vista sus luces traseras hasta que se perdieron al final de la larga recta con árboles a los lados. Luego respiré muy hondo, recogí la Biblia de los Tournier del asiento trasero y me quedé con ella en el regazo, mirando fijamente la carretera.


Me horrorizó descubrir lo fácil que era mentir a Rick. Siempre había creído que se daría cuenta al instante el engaño, que nunca podría ocultar mi culpa, que me conocía demasiado bien. Pero las personas ven lo que buscan; Rick esperaba que yo fuera de cierta manera, y así era como me veía. Cuando me presenté en casa con la Biblia bajo el brazo, después de haber estado con Jean-Paul sólo media hora antes, Rick alzó la vista del periódico, dijo alegremente «¡Hola, cariño!» y fue como si nada hubiera sucedido. Así lo sentí, en casa con un Rick limpio y rubio bajo la luz de la lámpara, lejos de la oscuridad del coche, del humo, de la chaqueta de Jean-Paul. En su rostro una expresión sincera e inocente; no me ocultaba nada. Sí; casi podía decir que nada había sucedido. La vida podía estar sorprendentemente compartimentada.

Todo esto sería mucho más fácil si Rick fuese un cretino, pensé. Pero, por otra parte, nunca me habría casado con un memo. Lo besé en la frente.

– Tengo algo que enseñarte -dije.

Abandonó el periódico y se irguió. Me arrodillé a su lado, saqué la Biblia de la bolsa y se la dejé en el regazo.

– Vaya. Esto no es cualquier cosa -dijo, pasando la mano por la cubierta-. ¿Dónde la has conseguido? No fuiste muy explícita por teléfono cuando me contaste adónde ibas.

– Monsieur Jourdain, el señor mayor que me ayudó en Le Pont de Montvert, la encontró en los archivo: locales. Y me la ha dado.

– ¿Es tuya?

– Sí. Mira en la primera página. ¿Ves? Mis ante pasados. Son ésos.

Rick contempló la lista asintió con un gesto y me sonrió.

– ¡Lo has conseguido ¡Los has encontrado!

– Sí. Con muchísima ayuda y suerte. Pero sí -note, no pude evitarlo, que Rick examinaba la Biblia con menos detenimiento e interés que Jean-Paul. Aquello me produjo un nudo de culpabilidad en el estómago eran comparaciones del todo injustas. Ya basta, pensé con dureza. No puedo seguir así con Jean-Paul. Se tiene que acabar

– Sabes que esto vale un montón de dinero -dijo Rick-, ¿Estás segura de que te lo ha dado? ¿Has pedido un recibo?

Me quedé mirándolo, incrédula.

– ¡No, no he pedido un recibo! ¿Lo pides tú cada vez que te hago un regalo?

– Vamos, Ella, sólo trato de ayudar. Seguro que no quieres que ese francés cambie de idea y te pida que la devuelvas. Si lo pone por escrito no tendrás problemas. Ahora la debemos guardar en una caja de seguridad. Probablemente en Toulouse. Dudo que el banco de aquí tenga una.

– ¡No la voy a guardar en ninguna caja de seguridad! ¡Voy a tenerla aquí, conmigo! -lo miré iracunda. Y sucedió entonces: como una de esas criaturas unicelulares colocadas bajo el microscopio que, de pronto, sin razón aparente, se divide en dos, sentí que nos separábamos en entidades distintas con diferentes perspectivas. Era extraño: no me di cuenta de lo unidos que habíamos estado hasta que nos encontramos muy lejos el uno del otro.

Rick no pareció advertir el cambio. Me quedé mirándolo fijamente hasta que frunció el ceño.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó.

– No… Bueno, que no la voy a guardar en una caja de seguridad, eso no lo dudes. Es demasiado valiosa -recogí el libro y lo estreché contra mi pecho.


Por suerte, Rick emprendía su viaje a Alemania al día siguiente. Me desconcertaba tanto aquella distancia surgida entre nosotros que necesitaba pasar algún tiempo a solas. Rick se despidió con un beso, ajeno a mi confusión interior, y me pregunté si mi ceguera hacia su vida interior era tan intensa como parecía serlo la suya respecto a mí.

Era miércoles y quería por encima de todo ir café junto al río para ver a Jean-Paul. La cabeza consiguió a sobreponerse al corazón: comprendí que sería mejor no remover las cosas durante algún tiempo. Esperé a tener la seguridad de que estaba convenientemente sumergido en la lectura de su periódico antes de salir de casa para hacer mi recorrido habitual. Un encuentro inesperado en la calle, con tanta gente fascinada por cada uno de nuestros movimientos, no tenía, desde luego, nada de apetecible. No era mi intención representar aquel drama delante de todo, el pueblo. Mientras me acercaba a la plaza Mayor, la descripción hecha por Jean-Paul de Lisle y de lo que pensaban de mí sus habitantes se me vino encima como un avalancha; casi tuvo la intensidad suficiente para hacerme volver corriendo a la privacidad de mi casa y a cerrar incluso los postigos.

Pero me forcé a seguir adelante. Cuando compré el Herald Tribune y Le Monde la señora que me los vendió estuvo sumamente amable: no me miró con desconfianza hizo incluso un comentario sobre el tiempo. No me pareció que estuviera pensando ni en mi lavadora, ni en mi contraventanas, ni tampoco en mis vestidos sin mangas

Aunque la verdadera prueba era Madame. Me di igí decidida hacia la boulangerie.

– Bonjour, madame! -entoné mientras entraba

La panadera estaba hablando con alguien y frunció ligeramente el ceño. Miré a su interlocutor y me encontré cara a cara con Jean-Paul. Él ocultó su sorpresa, pero no lo bastante deprisa para Madame, que nos contempló con triunfal repugnancia e inexpresable júbilo.