Eran las diez de la mañana de un miércoles. Quizá Jean-Paul estuviera sentado en el café, contemplando también el río.
Basta, Ella, me dije, enérgica. Piensa en Rick o no pienses en nadie.
Por fuera la mairie -un edificio gris con postigos marrones y una bandera francesa que colgaba, flácida, de una de las ventanas- era bastante presentable. Dentro, en cambio, aquello parecía un baratillo; el sol se filtraba a través de una niebla hecha de polvo. En el rincón más distante, junto a una mesa, monsieur Jourdain leía el periódico. Era bajo y rollizo, de ojos saltones, piel cetrina y una de esas barbas de mala calidad que desaparecen a mitad de camino cuello abajo y desdibujan la línea de la mandíbula. Su mirada era de desconfianza mientras yo me abría camino entre gastados muebles antiguos y montones de papeles.
– Bonjour, monsieur Jourdain -le saludé con tono decidido.
Gruñó algo y siguió mirando el periódico.
– Me llamo Ella Turner…, Tournier -continué, pronunciando el francés con mucho cuidado-. Me gustaría examinar algunos registros que conservan ustedes aquí, en la mairie. Más concretamente un compoix de 1570. ¿Podría verlo?
Me miró brevemente y luego continuó leyendo el periódico.
– ¿Monsieur? Es usted monsieur Jourdain, ¿no es cierto? En Mende me dijeron que tenía que hablar con usted.
Monsieur Jourdain se pasó la lengua por los dientes. Miré su periódico. Leía la sección deportiva, las páginas de las carreras de caballos.
Dijo algo que no entendí.
– Pardon?-le pregunté.
Volvió a hablar de manera incomprensible y me pregunté si estaba borracho. Cuando le pedí una vez más que repitiera lo que había dicho, agitó las manos y me salpicó de saliva, soltando un torrente de palabras. Di un paso atrás.
– ¡Dios mío! ¡Menuda caricatura! -murmuré en inglés.
Entornó los ojos y volvió a gruñir; di media vuelta Y me marché. Estuve un rato echando chispas mientras me tomaba un café en un bar, luego busqué el teléfono de los archivos de Mende y llamé a Mathilde desde una cabina.
Lanzó un grito cuando le expliqué lo sucedido.
– Déjamelo a mí -me aconsejó-. Vuelve dentro de media hora.
Lo que Mathilde le dijo por teléfono a monsieur Jourdain dio resultado, porque, pese a lo hostil de su mirada, me llevó por un pasillo hasta una habitación poco espaciosa que albergaba una mesa desbordada de papeles.
– Attendez -murmuró antes de marcharse.
Me pareció estar en un almacén; mientras esperaba fisgoneé un poco. Había cajas y libros por todas partes, algunos muy antiguos. Montones de papeles que parecían documentos oficiales descansaban directamente sobre el suelo, y sobre la mesa había muchas cartas sin abrir, todas dirigidas a Abraham Jourdain.
Al cabo de diez minutos el secretario de la mairie reapareció con una caja grande y la dejó caer sobre la mesa. Luego, sin mirarme ni dirigirme la palabra, se volvió a marchar.
La caja contenía un libro similar al compoix de Mende, aunque más grande y peor conservado. La encuadernación de cuero estaba tan estropeada que ya no mantenía unidas las hojas. Lo traté con el mayor cuidado posible, pero incluso así algunos trocitos y esquinas quedaron reducidos a polvo o se rompieron. Me guardé disimuladamente los fragmentos en los bolsillos, ante el temor de que monsieur Jourdain los encontrase y me gritara.
A mediodía me echó. Sólo llevaba una hora trabajando cuando apareció en el umbral, me miró iracundo y gruñó algo. Sólo me enteré de lo que decía por los golpes que se daba en el reloj de pulsera. Caminó a grandes zancadas por pasillo y vestíbulo para abrir la puerta principal, cerrándola con un portazo cuando hube salido; luego corrió el cerrojo. Me quedé parpadeando al sol, deslumbrada después del tiempo pasado en aquella habitación oscura y polvorienta.
Enseguida me rodearon los niños que salían de un vecino patio de recreo.
Respiré hondo. Gracias a Dios, pensé.
Me compré cosas para almorzar cuando ya estaban cerrando las tiendas: queso, melocotones y un pan de color rojo oscuro que, según me explicó el tendero, era una especialidad local, hecho con castañas. Por un camino entre las casas de granito subí hasta la iglesia, en lo más alto del pueblo.
Era un sencillo edificio de piedra, casi tan ancho como alto. La que me pareció ser la entrada principal estaba cerrada con llave, pero en un lateral encontré una puerta abierta, con la fecha 1828 grabada encima, y me metí dentro. La nave estaba llena de bancos de madera. Había galerías a lo largo de los muros laterales. También un órgano de madera, un facistol y una mesa con una Biblia, abierta, de gran tamaño. Eso era todo. Ningún adorno: ni estatuas, ni crucifijos ni vidrieras. Nunca habla visto una iglesia tan desnuda. Ni siquiera había un altar que diferenciara el lugar del pastor del de los fieles.
Me acerqué a la Biblia, el único objeto en todo el edificio que no era puramente funcional. Parecía antigua, aunque no tanto como el compoix que había estado consultando. Empecé por hojearla. Me llevó algún tiempo -ignoraba el orden de los diferentes libros-, pero a la larga encontré lo que quería. Empecé a leer el salmo treinta y uno: J'ai mis en toi mon espérance: garde-moi donc, Seigneur. Cuando llegué al primer verso de la tercera estrofa, Tu es ma tour et forteresse, los ojos se me habían llenado de lágrimas. Dejé de leer y me fui corriendo.
Tonta, más que tonta, me reñí, recostada en el muro que rodeaba la iglesia, mientras me secaba las lágrimas. Me forcé a comer, parpadeando bajo el brillante resplandor del sol. El pan de castañas sabia dulce, estaba muy seco y se me atragantaba. Durante el resto del día me quedó la sensación de que seguía allí.
Cuando regresé a la mairie, monsieur Jourdain, las manos entrelazadas, estaba otra vez en su mesa. No leía el periódico; de hecho daba toda la sensación de estar esperándome.
– Bonjour, monsieur. ¿Puedo seguir consultando el compoix, si es tan amable?
Abrió un archivador vecino a su mesa, sacó la caja y me la entregó. Luego estudió mis facciones con detenimiento.
– ¿Cómo se llama usted? -preguntó, con desconcierto en la voz.
– Tournier. Ella Tournier.
– Tournier -repitió, sin dejar de examinarme. Torció la boca hacia un lado, mordiéndose la mejilla por dentro. Me miraba el pelo.
– La Rousse -murmuró.
– ¿Cómo? -dije con brusquedad, alzando la voz. Se me puso la carne de gallina.
Monsieur Jourdain abrió mucho los ojos, extendió el brazo y me tocó el pelo.
– C 'est rouge. Alors, La Rousse.
– Mi pelo es más oscuro, monsieur.
– Rouge -repitió con firmeza.
– Por supuesto que no. Es… -sujeté un mechón para ponérmelo delante de los ojos y se me cortó la respiración. Monsieur Jourdain tenía razón: se había llenado de reflejos cobrizos. Pero era más oscuro cuando me lo miré por la mañana en el espejo. El sol me había cambiado el color del pelo en otras ocasiones, pero nunca tan deprisa ni de manera tan espectacular.
– ¿Qué es La Rousse? -pregunté con tono acusador.
– Es un apodo de las Cevenas para las chicas de pelo rojo. No es un insulto -añadió muy deprisa-. Llamaban La Rousse a la Virgen porque pensaban que era pelirroja.
– Ah -me sentí mareada, con ganas de vomitar y sedienta, todo al mismo tiempo.
– Escuche, madame -se pasó la lengua por los dientes-. Si quiere utilizar esa mesa… -hizo un gesto hacia un escritorio vacío, situado frente al suyo.
– No, gracias -respondí con voz temblorosa-. El otro despacho está bien.
Monsieur Jourdain asintió con un movimiento de cabeza, y pareció aliviado de no tener que compartir habitación conmigo.
Empecé por donde lo había dejado, pero me detenía una y otra vez para examinarme el pelo. Finalmente corté por lo sano. Ahora mismo, Ella, no puedes hacer nada, pensé. Sigue con la tarea que tienes entre manos.
Trabajé deprisa, sabedora de que no cabía esperar que la nueva tolerancia de monsieur Jourdain durase mucho. Renuncié a intentar descubrir las razones por las que se recaudaban los impuestos y me concentré en nombres y fechas. Al acercarme al final del libro me fui sintiendo cada vez más descorazonada, y empecé a hacer pequeñas apuestas para seguir adelante: encontraría un Tournier en una de las próximas veinte secciones; o en los cinco minutos siguientes.
Examiné con indignación la última página: era una anotación acerca de un tal Jean Marcel y sólo una entrada, por chátaignes, palabra que había encontrado con frecuencia en el compoix. Castañas. Castaño rojizo. El nuevo color de mi pelo.
Deposité de nuevo el pesado libro en su caja y, sin apresurarme, recorrí el pasillo hasta el despacho de monsieur Jourdain. Seguía ante su mesa, utilizando muy deprisa, pero sólo con dos dedos, una antigua máquina de escribir. Inclinado hacia adelante, por la abertura en pico de la camisa le asomaba una cadena de plata; el colgante que pendía de ella chocaba contra las teclas. Alzó la vista y me sorprendió mirándolo. Se llevó una mano al colgante y lo frotó con el pulgar.
– La cruz de los hugonotes -dijo-. ¿La conoce?
Negué con la cabeza. La alzó para que la viera. Era una cruz cuadrada con una paloma blanca de alas extendidas en el pie.
Deposité la caja en el escritorio vacío frente al suyo.
– Voilá -dije-. Gracias por dejarme verlo.
– ¿Ha encontrado algo?
– No -le tendí la mano-. Merci beaucoup, monsieur.
Me la estrechó, inseguro.
– Au revoir, La Rousse -exclamó mientras salía yo.
Era demasiado tarde para regresar a Lisle, de manera que pasé la noche en un hotel del pueblo (tenía dos). Después de cenar traté de llamar a Rick, pero nadie cogió el teléfono. Luego llamé a Mathilde, que me había dado su número y me había hecho prometerle que la tendría al corriente. La decepcionó que no hubiera encontrado nada, aunque sabía de sobra que las posibilidades de éxito eran mínimas.
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