El lobo estaba tumbado en el camino como si las esperase. Madre e hija se detuvieron, depositaron en el suelo los sacos que llevaban y se santiguaron. El lobo no se movió. Lo contemplaron durante un momento, luego la madre recogió su saco y dio un paso hacia el animal. El lobo se incorporó e Isabelle pudo ver, pese a la oscuridad, que estaba muy flaco y que tenía sarnosa la piel gris. Le brillaban los ojos amarillos como si les hubieran encendido detrás una vela, y se movía con un trote extraño, desequilibrado. Sólo después de que estuviera tan cerca que la madre casi podía tocarle la piel grasienta extendiendo la mano, vio Isabelle la espuma en las comisuras de la boca y entendió. Todo el mundo había visto animales atacados por la locura: perros que corrían sin rumbo, el hocico salpicado de espuma, una malevolencia nueva en los ojos, ladridos ahogados. Evitaban el agua, y la protección más eficaz contra ellos, además del hacha, era un cubo lleno de líquido. Isabelle y su madre sólo llevaban consigo hierbas, ropa blanca y un cuchillo.

Al verlo saltar, la madre alzó los brazos de manera instintiva, lo que le prolongó la vida veinte días, si bien más tarde llegaría a lamentar que no le hubiera desgarrado la garganta rápida y piadosamente. Después de soltar la presa, cuando corría la sangre por el brazo de la víctima, el lobo miró unos instantes a Isabelle y se perdió en la oscuridad sin hacer el menor ruido.

Mientras la madre contaba a su marido y a sus hijos lo sucedido con el lobo que llevaba luces en los ojos, Isabelle le lavó la herida con una infusión de zurrón de pastor y la cubrió con telarañas antes de vendar el brazo con lana suave. La madre se negó a quedarse quieta e insistió en recoger las ciruelas, en trabajar en la huerta y en seguir viviendo como si no hubiera leído la verdad en los ojos del lobo. Al cabo de un día el antebrazo se le hinchó hasta doblar su tamaño y se le ennegreció la zona que rodeaba la herida. Isabelle preparó una tortilla, le añadió romero y salvia, y rezó en silencio. Cuando se la llevó a su madre, se echó a llorar. La enferma tomó el plato que se le ofrecía y se comió la tortilla bocado tras bocado, hasta acabarla, sin apartar los ojos de Isabelle, sintiendo el sabor de la muerte en la salvia.

Quince días después, cuando la madre de Isabelle bebía agua, la garganta empezó a contraérsele de manera espasmódica, y el líquido se le derramó por el delantero del vestido. Contempló la mancha negra que se le extendía por el pecho y luego se sentó al sol del final del verano en el banco vecino a la puerta.

La fiebre llegó deprisa y con tanta violencia que Isabelle rezó para que la muerte liberase a su madre con la misma rapidez. Pero la enferma luchó, sudando y gritando en el delirio, por espacio de cuatro días. Al final, cuando llegó el sacerdote de Le Pont de Montvert para administrar los sacramentos a la moribunda, Isabelle cruzó el umbral con una escoba y escupió al clérigo hasta que se marchó. Sólo cuando apareció monsieur Marcel dejó caer la escoba y se apartó para dejarlo pasar.

Cuatro días después regresaron los gemelos con el segundo ciprés.


La multitud congregada delante de la iglesia no estaba acostumbrada al triunfo, ni familiarizada con la manera de llevar a cabo una celebración. El cura se había escabullido, por fin, tres días antes. Tenían la seguridad de que no volvería: Pierre La Forêt, el leñador, lo había visto a bastantes kilómetros de distancia, llevando a la espalda todas las posesiones que era capaz de transportar.

La primera nieve del invierno cubría las partes llanas del suelo con una gasa muy fina, interrumpida en distintos sitios por hojas y piedras. Caería más, con el cielo septentrional del color del peltre, incluso más allá de la cumbre del Mont Lozére. Una capa blanca descansaba también sobre las gruesas tejas de granito del techo de la iglesia. El edificio estaba vacío. No se había dicho misa desde la cosecha: la asistencia fue disminuyendo a medida que monsieur Marcel y sus seguidores se sentían más seguros.

Isabelle escuchaba, junto con sus vecinos, a monsieur Marcel, que, con la severidad que le daba la ropa negra y el pelo canoso, se paseaba por delante de la puerta. Sólo las manos manchadas de rojo debilitaban su autoridad, un recuerdo para todos ellos de que no era, después de todo, más que un simple zapatero remendón.

Al hablar miraba fijamente a un punto por encima de las cabezas de la multitud.

– Este lugar de culto ha sido escenario de corrupción. Pero ahora se encuentra en buenas manos, las vuestras -hizo un gesto como de sembrar.

Un murmullo se alzó de la multitud.

– Hay que purificarlo -continuó-. Purificarlo de sus pecados, de estos ídolos -agitó una mano en dirección al edificio que tenía detrás. Isabelle alzó la vista a la Virgen, desvaído el azul de la hornacina, pero todavía capaz de conmoverla. Ya se había tocado la frente y el pecho antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, pero consiguió detenerse antes de completar la señal de la cruz. Miró a su alrededor para ver si alguien había advertido el gesto. Sus vecinos, afortunadamente, miraban a monsieur Marcel y lo llamaban mientras cruzaba entre ellos y seguía colina arriba hacia la masa de nubes oscuras, las manos rojizas a la espalda. No se volvió para mirar atrás.

Cuando hubo desaparecido, la multitud gritó con más fuerza y manifestó mayor inquietud. Alguien gritó: «¡La ventana!». Otras voces repitieron el grito. Sobre la puerta, en una ventanita circular, se hallaba la única vidriera que conocían los aldeanos. El duque de l'Aigle la había instalado detrás del nicho hacía tres veranos, muy poco antes de que Calvino lo tocara con la Verdad. Desde fuera la ventana parecía de un color marrón apagado, pero desde el interior era verde, amarilla y azul, con un puntito rojo en la mano de Eva. El Pecado. Isabelle no había entrado en la iglesia desde hacía mucho tiempo, pero recordaba bien la escena. La mirada concupiscente de Eva, la sonrisa de la serpiente, la vergüenza de Adán.

Si la hubieran visto una vez más, si el sol hubiera iluminado los colores como un campo lleno de flores estivales, su belleza podría haberla salvado. Pero no lucía el sol y era imposible entrar en la iglesia: el cura había colocado un candado de grandes dimensiones en la puerta. Los aldeanos nunca habían visto uno, varias personas lo examinaron, tiraron de él, ignorantes de su mecanismo. Habría que recurrir a un hacha, utilizada con cuidado, para no destrozarlo.

Sólo el saber que la ventana tenía valor los contenía. Pertenecía al duque, a quien entregaban la cuarta parte de sus cosechas, y de quien recibían protección y la seguridad de unas palabras susurradas en el oído del rey. La vidriera y la estatua eran regalos suyos. Quizá los valorase todavía. Nadie supo con seguridad quién tiró la piedra, aunque después varios se atribuyeron la hazaña. El proyectil alcanzó la vidriera en el centro y la hizo añicos al instante. Fue un ruido tan extraño que la multitud enmudeció. No habían oído nunca cómo sonaba un cristal al romperse. Durante el momento de calma un niño corrió a recoger un fragmento de la vidriera, lanzó un aullido de inmediato y lo dejó caer.

– ¡Me ha mordido! -exclamó, mostrando un dedo ensangrentado.

Los gritos se reanudaron. La madre del pequeño se apresuró a estrecharlo contra su pecho.

– ¡El demonio! -chilló-. ¡Ha sido el demonio!

Etienne Tournier, cabellos como heno tostado, se adelantó con un largo rastrillo. Se volvió para mirar a su hermano mayor, Jacques, que asintió con la cabeza. Etienne alzó los ojos a la estatua y gritó:

– ¡La Rousse!

La multitud se movió, apartándose hasta dejar sola a Isabelle. Etienne se volvió con una sonrisita en los labios, ojos de color azul claro que se posaron sobre ella como unos brazos que la apretaran.

Etienne deslizó una mano mango abajo y levantó el rastrillo, hasta colocar los dientes de metal delante de la muchacha. Se miraron el uno al otro. La multitud guardaba silencio. Finalmente Isabelle agarró los dientes del rastrillo; mientras Etienne y ella lo sostenían cada uno por un extremo, Isabelle sintió que se le encendía un fuego en el bajo vientre.

Etienne sonrió y soltó el rastrillo, con lo que su extremo rebotó contra el suelo. Isabelle sujetó el mango y empezó a bajar las manos, alzando en el aire los dientes del rastrillo hasta alcanzar a Etienne. Mientras ella miraba a la Virgen, Etienne dio un paso atrás y desapareció de su lado. Isabelle sentía la presión de la multitud, amontonados otra vez, inquietos, murmurando.

– ¡Hazlo, La Rousse! -gritó alguien-. ¡A qué esperas!

Entre la multitud, los hermanos de Isabelle no alzaban los ojos del suelo. La muchacha no veía a su padre, pero aunque estuviera allí tampoco podía ayudarla.

Respiró hondo y alzó el rastrillo. Un gritó se levantó con él, y a Isabelle le tembló el brazo. Dejó que los dientes se apoyaran en la pared a la izquierda del nicho y miró a su alrededor, a la multitud de brillantes rostros enrojecidos, que ahora le parecía no haber visto nunca, llenos de dureza y frialdad. Alzó el rastrillo, lo apoyó contra la base de la estatua y empujó. Pero la Virgen no se movió.

Los gritos se hicieron más ásperos cuando empezó a empujar con más fuerza, las lágrimas quemándole los ojos. El Niño miraba el cielo distante, pero Isabelle sentía fijos en ella los ojos de la Virgen.

– Perdóname -susurró. Luego levantó el rastrillo y lo lanzó con toda la fuerza de que disponía contra la estatua. El metal golpeó la piedra con un ruido sordo, pero cortó sólo el rostro de la Virgen; al caerle encima los trozos, la multitud se rió de Isabelle a carcajadas. Movida por la desesperación alzó de nuevo el rastrillo. La argamasa se soltó con el nuevo golpe y la estatua se balanceó un poco.

– ¡Otra vez, La Rousse! -gritó una mujer.